Song: Lutero Un hombre entre Dios y el diablo.
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Artist: Praxis
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duplicidad:
Heiko A. Oberman.
duplicidad:
Lutero
Un hombre entre Dios y el diablo.
Versión española de José Luis Gil Aristu
Capítulo 1:
UN ACONTECIMIENTO ALEMAN.
1. El príncipe elector Federico el Enigmático: Estos alemanes son increíbles, opinaba el embajador de Venecia en la Dieta de Augsburgo en su informe del verano de 1518 a la Se ñoría. En ella pelean príncipes y diplomáticos a la búsqueda de un compromiso entre el Emperador y los señores territoriales en beneficio del bien común, pero la olla de rumores entre pasillos perturba estos esfuerzos y siembra la desconfianza por razones nimias: la excusa es una disputa teológica en torno a las bulas. El embajador no habla de oídas ni de manera imprecisa; puede citar incluso nombres: los implicados son un monje llamado Lutero y un profesor de Ingolstadt, de nombre Johannes Eck. Resulta ridículo desviarse de la realidad por un asunto de bulas. Y, enseguida, el informe vuelve otra vez a la política. La república de Venecia, una potencia financiera, mercantil y marítima, que vive del libre acceso a todos los puntos del Mediterráneo, ve en juego intereses vitales. En el orden del día de la Dieta imperial aparece el penique de las cruzadas, el impuesto general del Imperio para la guerra santa, que ha de ser recaudado en los territorios alemanes y, sobre todo, en las florecientes ciudades, para que Occidente pueda defenderse por fin de forma decisiva y hacer frente con eficacia al peligro procedente del Este. Constantinopla, la antigua potencia en la vanguardia de la lucha contra los turcos, había caído medio siglo antes, en 1453, de manera que las tradicionales zonas de comercio de Venecia, Grecia y el Levante, estaban insuficientemente protegidas contra los asaltos del poder otomano. Por otra parte, Venecia se hallaba dentro del espacio vital de los estados de la Iglesia, agresivamente expansivos, y estaba por tanto ardientemente interesada en distraer la atención del Papa de Italia y contenerlo mediante una guerra en el Este. Un Emperador y un Papa ocupados en una cruzada contra los turcos serían los mejores protectores de la independencia de la República. El 28 de agosto de 1518, el emperador Maximiliano I firmó en Augsburgo un armisticio que debía poner un fin provisional a su enconada lucha contra Venecia. De ese modo tendría las espaldas cubiertas para llevar a cabo una cruzada contra el sultán. Pero el punto decisivo estaba en saber si los estamentos del Imperio otorgarían los impuestos necesarios para una guerra, pues Maximiliano se hallaba endeudado hasta el límite de la bancarrota estatal. De todos modos, en el asunto del penique contra los turcos el Emperador podía contar con el total apoyo de Roma. El papa León X había enviado como legados suyos a la Dieta imperial a dos miembros de alto rango del colegio cardenalicio: uno era Mattháus Lang, hijo de una familia burguesa de Augsburgo y confidente de la casa habsburguesa; el otro legado, Cayetano, llamado así por su lugar de nacimiento, Gaeta, procedía de Italia, y su principal cometido era el de ayudar a superar la oposición claramente perfilada en contra del impuesto de la Cruzada. El italiano no llegaba con las manos vacías. El 1 de agosto de 1518 entregó en Augsburgo al joven príncipe elector Alberto de Brandeburgo, arzobispo de Maguncia, solemnemente —y gratis— las enseñas del cardenalato. También se tuvo en cuenta a Mattháus Lang. Cayetano le confirmó por encargo del Papa la candidatura a la sede de Salzburgo, uno de los más importantes arzobispados alemanes. Finalmente, en la tarde de este festivo primero de agosto, también el Emperador se vio altamente honrado —y comprometido—. Cayetano le entregó el sombrero y la espada benditas, símbolos del caballero cruzado cristiano. Sin embargo, cuando el 5 de agosto el cardenal abordó en un discurso en latín el meollo de la cuestión y abogó por la cruzada contra los turcos, se había esfumado cualquier rastro de la eficacia de estos distintivos papales. Los representantes del Imperio ni siquiera se mostraron corteses, sino que presentaron con vehemencia los antiguos gravamina y expusieron las quejas de la nación alemana, sobre todo en lo referente a la política impositiva de la Iglesia, contra las intromisiones de Roma en los derechos de los estamentos soberanos y contra el interminable trapicheo practicado por la curia con los beneficios de la iglesia alemana: ¡no había carrera cuyos caminos no pasaran por Roma! Federico el Prudente, señor territorial del electorado de Sajonia, aparece en vanguardia cada vez que se trata de la liberación de las pretensiones del poder espiritual. Entre ellas no se cuenta sólo la lucha contra las constantes intromisiones en los derechos soberanos de los príncipes por parte de la curia; también se deberá poner coto al gobierno de los obispos locales, en competencia con el de los señores territoriales. Los príncipes tenían aún que combatir por aquello que muchas ciudades imperiales libres ya habían logrado: la independencia respecto a los derechos de soberanía secular de la Iglesia. En 1518 el asunto de Lutero, apenas tenido en cuenta fuera de Alemania, fue en Augsburgo uno más entre muchos otros puntos conflictivos en el marco de estos enfrentamientos en torno al gobierno de la Iglesia en los territorios alemanes. A Cayetano, el legado cardenalicio romano, se le encomendó la tarea de encontrar una solución para el caso ‘Lutero’ , que salvaguardara los derechos de Roma en el punto central de la soberanía de la Iglesia, sin provocar al príncipe elector de Sajonia. De ese modo, entre el 12 y el 15 de octubre de 1518 —tras la conclusión de la Dieta imperial— tuvo lugar en la casa de los Fugger en Augsburgo el primer y último interrogatorio al que se habría de someter Martín Lutero. Cayetano había dicho anteriormente al príncipe elector que se comportaría ‘como un padre’ y no ‘como un juez’. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos y las artes de convicción tuvieron tan poco efecto como las palabras duras. Al final, el legado no tuvo más remedio que constatar que el fraile debía ser tratado como hereje, pues no estaba dispuesto a doblegarse ante la Iglesia y retractarse. Con esto Cayetano dio por concluido el asunto. De acuerdo con su promesa, no había hecho apresar al monje de Wittenberg, a pesar de su terquedad, y, tal como había aconsejado el Papa, emitió una sentencia cuya ejecución se solicitaba insistentemente de Federico: Exhorto y ruego a vuestra Alteza que atienda a su honor y a su con- ciencia y ordene al hermano Martín acudir a Roma o lo expulse de sus dominios. Vuestra Alteza no debería permitir que, por culpa tan sólo de un frailecillo —«propter unum fraterculum»— , cayera semejante infamia sobre el honor de su familia l. El embajador de Venecia y el legado del Papa estaban extrañados por igual de que una Dieta imperial alemana se dejara influir por tales asuntos sin importancia y que el ridículo parloteo de los monjes distrajera a un príncipe elector hasta el punto de perder de vista las necesidades de la política. ¡Típicamente alemán; impensable en otras partes! Típicamente romano: así expresaba la parte contraria su malestar. Ya tenemos otra vez a los astutos güelfos dispuestos a servirse de nosotros, los tontos alemanes, para sus intereses. El conjunto de toda una Dieta imperial, al igual que un elector particular, se debía a los intereses políticos de Alemania y no a los de Roma. Desde el punto de vista de los estamentos imperiales, la emancipación de la curia era una de las exigencias nacionales irrenunciables que se debía imponer de una vez por todas. Los príncipes territoriales, sobre todo Federico, entendían la política en un sentido más amplio que hoy. La política no tiene que ver sólo con el bien común secular, sino también con los requisitos y condiciones para la salud eterna de los habitantes de las ciudades y del campo. Esa fue la razón de que Lutero pudiera dirigirse en agosto de 1520 con su escrito político más famoso «A la nobleza cristiana de la nación alemana» [An den christlichen Adel deutscher Nation]. Las autoridades de este mundo encontraron en él el fundamento bí blico para su responsabilidad en el cuidado de su territorio y su iglesia territorial, practicada de antiguo: quien, fiel a Roma, abandone el bienestar de la Iglesia en manos de las ‘cortesanas’ , de los hombres de la curia, lesiona sus deberes de príncipe cristiano. Federico el Prudente y su hermano Juan el Constante, príncipes electores de Sajonia Cayetano no demostró demasiada habilidad al apelar a los antepasados de Federico, pues, ya antes de la división de los territorios de Sajonia en 1485, la casa soberana de los Wettin había intervenido abiertamente contra las pretensiones jurisdiccionales de la jerarquía eclesiástica. Antes de que Lutero atacara de forma aparentemente revolucionaria los derechos del Papado en sus tesis sobre las indulgen cias de octubre de 1517, el elector de Sajonia, Federico II, había limitado sensiblemente los derechos del Papa a la distribución de indulgencias. Cuando en 1458 el papa Calixto III promulgó indulgencias contra los turcos, Federico II pasó al ataque. El legado romano debió declarar su conformidad con la transferencia de la mitad de los ingresos a las arcas del elector. Las medidas de control destinadas a asegurar un reparto justo de los cobros entre el Papa y el Estado demuestran la escasa confianza del señor territorial en el legado pontificio. Todo el dinero se guardaba en grandes ‘cajas penitenciales’ , provistas cada una de ellas de dos cerraduras que sólo podían abrirse con la llave de los consejeros municipales encargados de tal función. Para que todo el dinero llegara efectivamente a estos depósitos de los ingresos por indulgencias, el príncipe asignaba al legado papal un controlador, cuyos informes solían confirmar plenamente la desconfianza del soberano 2. A comienzos del siglo, cuando Sajonia llevaba ya diecisiete años dividida, los señores territoriales, el elector Federico el Prudente por un lado y el duque Jorge el Barbudo, por el otro, supieron defender de diversas maneras sus intereses en la cuestión de las indulgencias. Así, en 1502 se promulgó nuevamente una bula con indulgencias contra los turcos; ambos soberanos ordenaron la total incautación de los ingresos al comprobarse que, una vez más, la campaña contra los turcos se quedaba en nada. Este tipo de incidentes explica que ‘el frailecillo’ no desapareciera de la escena alemana sin decir ni pío. Sin embargo, ¿por qué el prudente Federico tomó partido por Lutero de forma semejante? Su no a Cayetano vinculó sus tierras con la Reforma para las duras y las maduras en los siguientes años, hasta el punto de que, al final, su nieto Juan Federico acabó perdiendo la dignidad de elector al tener que firmar el 19 de mayo de 1547 la capitulación Wittenberg, tras su aniquiladora derrota contra el Emperador en las guerras de religión. Iglesia del castillo de Wittenberg, en cuya puerta fueron clavadas las tesis el 31 de octubre de 1517: Portada del libro Wittenberger Heiltumsbuch, catalogo de la colección de reliquias reunida por Federico y Juan en la iglesia del castillo de Wittemberg impulsados por la preocupación por la salvación de sus súbditos. En él se recogen datos precisos sobre las indulgencias que allí podían ganarse. La obra fue ilustrada por Lucas Cranach el Viejo, Wittemberg, 1509. Ninguna respuesta puede pasar por alto el hecho de que Federico actuó como un príncipe territorial cristiano. Las convicciones religiosas señalan los límites de su capacidad de compromiso y se muestran como factores de su política de Estado. No se ha de olvidar que estos factores, que hicieron posible al principio la reforma del electorado de Sajonia, fueron también causa de la catástrofe militar. El 24 de abril de 1547, el príncipe elector fue sorprendido en Mühlberg por las tropas imperiales porque éstas habían logrado avanzar hasta las orillas del Elba sin ser observadas, pues Juan Federico había dado preferencia al servicio divino sobre el militar, ordenando retirar todos los puestos de vigilancia que podrían haberle informado de los movimientos del Emperador. La imagen del príncipe orante, convencido de que él y su ejército están protegidos por Dios, tiene su modelo en la conformidad de Federico el Prudente durante la guerra de los campesinos: «Si Dios lo quiere así, el hombre común acabará gobernando. Pero si no es su voluntad y no está previsto de esa manera en alabanza suya, pronto cambiarán las cosas» 3. Así se lo hace saber el anciano príncipe elector a su impaciente hermano, el duque Juan, el 14 de abril de 1525, a menos de un mes de su muerte, que ocurriría el 5 de mayo. La confianza en la providencia está en contradicción con la fe reformista. Los duros escritos del reformador en contra de los campesinos, junto con las condenas por el derramamiento de sangre por las hordas de éstos, constituyen al mismo tiempo una fuerte crítica dirigida a los príncipes que no actúan con ‘confianza sino con ‘abandono’. Contar con que Dios dirige la historia y con su juicio condenatorio es un asunto que pertenece al ámbito de la fe y no exonera al señor territorial del deber de cumplir con las tareas propias de su función de príncipe y prestar fielmente sus servicios por el breve plazo concedido hasta el momento final de los mismos en este mundo. Donde quiera que se manifiestan con claridad las creencias de Federico, resulta perceptible su distanciamiento de la Reforma, y Lutero las combatió abiertamente. Muy poco después del estallido del conflicto por las indulgencias, éste abrió un frente contra cierto tipo de culto a los santos falso, poi egoísta 4 —con ataques claros contra la colección de reliquias de la iglesia del palacio de Wittenberg, que eran el orgullo de Federico—. En el año 1523, al concluir su esbozo de nueva liturgia, la Formula Missae, Lutero puso en evidencia y provocó a su señor territorial ante todo el mundo, al hablar de los malditos intereses financieros del príncipe, quien con su colección de reliquias había degradado su iglesia palaciega, llamada de «Todos los Santos, o, mejor, de todos los demonios» 5, hasta convertirla en una fuente de dinero. Semejante afirmación no hacía justicia a Federico. Es extraño que Federico, atacado siempre tan duramente, asegurara y garantizara a Lutero su libertad de de acción, a pesar de todas las tormentas provocadas por su controvertido profesor universitario y de su desagrado ante más de un defensor radical de la Reforma. Al final de sus días, en el lecho de muerte, dio testimonio público de su alejamiento de la antigua fe al hacerse ofrecer en el sacramento de la cena pan y vino, en contra de la doctrina papal, siguiendo la institución de Cristo —según las enseñanzas de Lutero—. Seguramente no fue en contra de la última voluntad del fallecido el que se llamara al hereje desterrado para que modificase la liturgia funeral de acuerdo con ios principios de su nueva organización de ¡os servicios divinos y pronunciase el discurso fúnebre. De ese modo, Federico el Prudente fue llevado a la tumba el 11 de mayo de 1525 con más innovaciones de las que estuvo dispuesto a aceptar en vida. Este príncipe ha sido considerado tan enigmático por la posteridad como por sus contemporáneos. Reservado y tímido, vacilante en su acciones hasta la incapacidad para tomar una decisión, nada dispuesto a imponerse y mucho menos a dejarse imponer, pero que en el momento de su muerte marcó un hito del que ya no habría posibilidad de retroceder. ¿Quién fue este hombre? Aparece como una figura que oculta sus rasgos en lo individual y personal; el historiador ha de apoyarse en la imagen que el príncipe había cuidado con esmero y utilizado como medio en sus enfrentamientos políticos. Fue un príncipe territorial alemán medieval y no un soberano ni, por supuesto, un gobernante absolutista; sin embargo, estuvo tan convencido de su propio mundo de valores y fue tan consciente de sus obligaciones que no permitió que nadie le discutiera su responsabilidad por el bien temporal y la salvación eterna de sus súbditos, ni la curia de Roma, ni la corte imperial ni tan siquiera aquel doctor Lutero. Constantemente insiste en que, como lego en la materia, no entra en juicios sobre la rectitud de la teología de Lutero, pero al mismo tiempo deja bien claro que la excomunión papal no le demuestra la culpa del doctor. En la lucha partidista Federico fue un perfecto príncipe cristiano, interesado por el bienestar y la felicidad de sus vasallos. El gobierno señorial de la Iglesia no es el resultado de la Reforma, sino que ya apadrinó sus inicios. 2. La situación en el Imperio Lutero describió a Federico como el gran vacilante —por otra parte, esta imagen es el producto de una visión tardía y surge siempre por comparación con el apoyo que le prestaron los sucesores de Federico, Juan el Constante y, sobre todo, Juan Federico el Magná nimo. El electorado de Sajonia debió agradecer precisamente a las vacilaciones de Federico el Prudente el poder superar los difíciles años de la amenaza de su aislamiento en el Imperio y el que la Reforma lograra sobrevivir incluso sin el apoyo de los estamentos alemanes. Juan Federico el Magnánimo, príncipe elector de Sajonia, ‘generoso’ patrocinador de Lutero. En 1547 perdería su electorado a causa de su adhesión a la Reforma. Xilograbado de Lucas Cranach el Viejo, c. 1533. Sin la intervención de Federico y sus consejeros, el mismo interrogatorio de Lutero por parte del cardenal Cayetano no habría tenido lugar en suelo alemán, en Augsburgo, sino en Roma. Sin la tenacidad del elector, el movimiento evangélico habría concluido en el año 1518 y se habría visto relegado, como mucho, al distante recuerdo de un capítulo de la historia de la teología. No habrían existido la figura genial ni el reformador que fue Lutero, sino sólo un hereje que había conseguido que se hablara de él por un tiempo cuando, de manera similar al bohemio Juan Hus y al florentino Jeró nimo Savonarola, llamó la atención sobre la secularización de la Iglesia. El fenómeno de Lutero habría sido de tan escasa repercusión que la complaciente curia romana podría haber planteado con toda tranquilidad la revisión de su proceso. Pero no fue así. La corte sajona desconfió desde el primer momento de la condena de Lutero por cortesanos y mendicantes romanos y no consideró en absoluto probado que el profesor de teología de la universidad de Wittenberg hubiera enseñado doctrinas heréticas. Por otro lado, cualquier intento de solucionar la cuestión luterana fuera de Alemania, en Roma, pasaba por ser una intromisión en la soberanía jurisdiccional de los señores territoriales. El mismo Lutero vio los peligros que comportaba semejante política para el país y planteó al elector la propuesta, bien acogida en un primer momento, de abandonar Sajonia para no comprometerlo y devolver a su polí tica la libertad de acción. El 1 de diciembre de 1518 estaba tan pró xima la hora del exilio que sus amigos de Wittenberg se reunieron para la despedida. En ese momento, mientras Lutero se hallaba con sus invitados despidiéndose de ‘buen humor’ , llegó la notificación contraria: «Si el doctor está aún aquí, no debe abandonar en ningún caso el país, el príncipe elector tiene que tratar con él un asunto importante» 6. Lutero se había convertido en objeto de la política de Estado. La cancillería del elector podía replegarse a las posiciones de neutralidad, sin necesidad de prolijas declaraciones de principio. El juramento doctoral de Wittenberg, prestado también por Martín Lutero el 19 de octubre de 1512, contenía, junto con la prohibición de difundir doctrinas heréticas, el deber de mantener las libertades y privilegios de la facultad de teología. Estas incluían expresamente el derecho a disputar libremente y sin trabas sobre cuestiones de interpretación de las Escrituras. En su informe de diciembre de 1518, la universidad de Wittenberg había confirmado que tal derecho se adecuaba exactamente a las noventa y cinco tesis de Lutero 7. Cuando en el verano de 1519 se debatió en Leipzig —ya no en el territorio electoral, sino en el ducal de la Sajonia dividida— el delicado problema de la autoridad del Papa, Lutero estuvo plenamente de acuerdo con su contrincante Johannes Eck, su primer opositor ale- mán, que lo seguiría siendo durante toda su vida, sobre el principio de la libertad de disputa. El señor territorial, el duque Jorge, pudo llevar adelante esta disputa con el apoyo unánime de ambos partidos, tanto contra el voto negativo del obispo titular como contra los temores de la facultad de teología de Leipzig. El príncipe elector Federico trató desde el principio la cuestión de Lutero como ‘el caso Lutero’ y evitó todo cuanto pudiera presentarse como favoritismo. Nunca se entrevistó personalmente con éste y jamás hizo declaraciones sobre los contenidos de la nueva teología. Hasta el momento del edicto de Worms (26 de mayo de 1521), con el destierro de Lutero por parte del Emperador, Federico logró mantenerse en esta posición de no tomar partido. Una toma de partido no habría conseguido proteger con más eficacia al profesor de Wittenberg. Con la misma efectividad reaccionó el ‘vacilante’ Federico al juicio papal sobre Lutero. El 15 de junio de 1520, el papa León X firmó la bula Exsurge Domine, donde se le amenazaba con la excomunión. En ella se presentaban cuarenta y una frases de las obras de Lutero que podían ser tachadas de «heréticas, escandalosas y falsas». El teólogo de Wittenberg contaba con sesenta días para someterse; al transcurrir el plazo sin retractación, Lutero fue definitivamente excomulgado el 3 de enero de 1521. Con la promulgación de la bula de excomunión Deceí Romanum Pontificem, el caso Lutero había llegado a su fin —como todos debían esperar—. Se había cerrado el proceso eclesiástico y todo lo demás eran meros apéndices administrativos: la entrega al brazo secular y, finalmente, la ejecución. ¿Por qué no se llegó a lo que, según el derecho imperial y eclesiástico, debía habese producido? Desde la Dieta de Augsburgo de 1518 habían sucedido muchas cosas que abogaban en contra del éxito del caso Lutero. En una frase de pasada de su informe sobre la ‘amonestación paternal’ el cardenal Cayetano había apartado a un lado, por así decirlo, el argumento decisivo del derecho a la libre disputa: «Aunque fray Martín ha puesto a debate sus ideas en tesis de disputa académica, tales tesis han sido proclamadas por él como resultados concluyentes en sus sermones, incluso, según se me ha comunicado, en lengua alemana» 8, llegando a oídos de todos, ¡incluso a ‘los del pueblo necio’! Había abusado del derecho de disputa, ha ciéndose indigno de él; en el futuro sólo decidiría la valoración del contenido de las tesis de Lutero. Sin embargo, Cayetano se precipitó al exponer los fundamentos de la sentencia. Su exposición resulta dañada por una curiosa duplicidad: las tesis de Lutero «atenían por un lado contra las enseñanzas de la Santa Sede y, por otro, son heréticas» 9. Este doble razonamiento no es extraño sólo desde la perspectiva actual del Papado. Al parecer, Cayetano había adoptado la línea de argumentación del electorado de Sajonia que se remitía a la prueba escrituraria: la teología de Lutero se opone a la Escritura y, por tanto, se ha de condenar por herética —totalmente al margen de si atenta contra la autoridad papal—. El legado de Roma se adentraba de esa manera por caminos que podían haber acabado por ser mortales para Lutero. El príncipe elector replicó en ese escrito al cardenal que en Sajonia había muchos eruditos que no estarían de acuerdo con la sentencia condenatoria contra Lutero. Sólo cuando se demostrara efectivamente que Lutero era hereje, sabría él, su señor territorial, actuar con la ayuda de Dios y sin presiones externas, según su honor y su conciencia 1 Pero ¿qué ocurre si se prueba la herejía de Lutero y resulta ya imposible basarse en el resentimiento alemán antirromano? El escrito del elector es lo más contrario a la adopción de una postura diplomática cauta, que no obligaría a nada y mantendría abiertas todas las salidas. Desde nuestra perspectiva actual, el año 1518 forma parte de la fase temprana de la historia de la Reforma y una decisión como la adoptada por el elector frente a Cayetano parece, por la misma razón, precipitada Sin embargo, los contemporáneos calibraron los acontecimientos de manera diversa: para ellos, el interrogatorio de Lutero formaba parte del período tardío del movimiento reformista que mantenía en vida a la Iglesia desde hacía un siglo, desde el Concilio de Constanza (1414-1418), y tenía soliviantada a Alemania. Las decisiones no pueden aplazarse perennemente; en la respuesta a Cayetano habla el señor territorial convencido de su autoridad, que conoce lo decisivo del momento en la lucha por la reforma de la Iglesia y actúa, por tanto, como príncipe cristiano en aquello que le compete: si se descubre que es un hereje, Martín Lutero será sentenciado; pero si es un reformador incómodo para la curia, permanecerá en su cargo y sus honores. Lutero comprendió la importancia de esta respuesta en cuanto su amigo y alumno Georg Spalatin, consejero secreto del príncipe, recibió una copia del escrito para su lectura: «En su debido momento aprenderá también él [Cayetano] que el poder secular proviene igualmente de Dios... Me siento satisfecho de que el príncipe elector haya mostrado en este asunto su paciente y sabia impaciencia» n. 3. La victoria electoral del rey Carlos El ‘caso Lutero’ no se habría convertido en un acontecimiento alemán, sino que habría tenido un final, nada dramático como mero contratiempo sajón, en el verano de 1520, a más tardar, si la influencia del príncipe elector no hubiese aumentado de la noche a la mañana de forma considerable. La muerte del emperador Maximiliano I en las primeras horas del día 12 de enero de 1519 en la localidad austríaca de Wels, no lejos de Linz, alteró fundamentalmente la situación política en el Imperio. En la Dieta de Augsburgo, la última a la que asistió, Maximiliano —enfermo ya de gravedad— había abogado decididamente por la elección de su nieto Carlos como rey de romanos (y alemanes). Su muerte y el juego de intrigas puesto inmediatamente en acción, las luchas diplomáticas y no tan diplomáticas en torno a la sucesión de Maximiliano, no decidida aún en Augsburgo de forma definitiva, intervinieron en el decurso ‘normal’ del asunto de Lutero. Justo en este momento, en plena batalla electoral, el proceso romano de herejía pasó a ser un asunto alemán. Retrato del emperador Maximiliano I difunto. El Emperador había ordenado que se azotara su cadáver, se le cortara el pelo de la cabeza y se le arrancaran los dientes. Es i; el pecador que va a presentarse ante Dios. La respuesta astuta, segura, pero no insolente, de Federico, transmitida de inmediato a Roma junto con la posición de Lutero, fue su última oportunidad de aplazar la cuestión. Una vez dictada sentencia en Roma, no habría podido seguir protegiendo al fraile ni habría querido hacerlo, de acuerdo con sus propios y manifiestos principios, pues entonces contaría con un dictamen de la autoridad eclesial suprema. Sin embargo, la muerte del Emperador modificó las posiciones, también para Roma. El período transcurrido sin Emperador tenía como consecuencia un vacío de poder durante el cual los electores incrementaban su importancia más allá de sus propios territorios. La elección del rey germánico, según lo había determinado la ley imperial de la Bula de Oro de 1360, quedaba en manos de siete príncipes, llamados electores por ese derecho: los arzobispos de Maguncia, Co lonia y Tréveris, y los señores seculares de Bohemia, el Palatinado, Brandeburgo y Sajonia. Al finalizar la Dieta imperial de Augsburgo, el 27 de agosto de 1518, Maximiliano había logrado ganar a una mayoría del colegio electoral para la entronización de su nieto. Sólo Tréveris y Sajonia no se hallaban todavía dispuestas a declarar su resolución: el arzobispo de Tréveris, por sus estrechas relaciones con Francia; el sajón, por el contrario, alegaba una cuestión de derecho, el ordenamiento electoral de la Bula de Oro, y ése debió de haber sido, en efecto, su móvil. Con esto hemos llegado a los límites de lo que históricamente es reconstruible. Naturalmente, la diplomacia secreta iniciada con la muerte del Emperador sólo se ha conservado en documentos parcialmente. Tenemos mucha información sobre los presentes electorales de los candidatos que disputaban la corona, pero varios descubrimiento recientes permiten sospechar que sólo conocemos la punta del iceberg de las maniobras financieras. Sí es seguro que, tras un interés pasajero del rey de Inglaterra, Enrique VIII, y después de un interludio sajón en que el Papa quiso incitar al elector Federico a presentar su candidatura, el enfrentamiento se redujo a dos candidatos serios: el rey Francisco I de Francia y Carlos I, duque de Borgoña, rey de España y de Sicilia-Nápoles y, junto con su hermano Fernando, heredero de las tierras de los Habsburgo. Si Carlos resultaba elegido emperador, concentraría bajo su manto una acumulación de poder desconocida hasta entonces. En estas circunstancias, su candidatura no podía menos de resultar provocadora para el Papa y para el rey de Francia y convertirlos en aliados por largo tiempo, más allá del momento de la elección. Las inversiones financieras destinadas a imponer a tal o cual candidato rebasaron cualquier nivel conocido hasta entonces. La casa habsburguesa gastó casi un millón de ducados, financiados de antemano en su mayor parte por la banca de los Fugger. No se conocen las cifras exactas en el caso francés, pero parece ser que los compromisos del rey de Francia fueron considerables. El emperador Maximiliano se había mostrado consternado ya en Augsburgo por lo elevado de la suma de las inversiones francesas destinadas a sobornar a los príncipes electores. También el Papa participó a manos llenas y fue generoso en el ofrecimiento de privilegios eclesiásticos y en la concesión de mitras episcopales y capelos cardenalicios. Cuando en la primavera de 1519 el conflicto electoral amenazaba con quedar en tablas, el gobierno de los Países Bajos de las tierras de los Habsburgo propuso un compromiso que habría abierto a Alemania la entrada a la Edad Moderna con la mayor rapidez, pues tenía en cuenta el proceso iniciado ya en la Baja Edad Media hacia una Europa de las naciones: el sucesor de Maximiliano no sería Carlos, sino su hermano el archiduque Fernando, tres años menor. Este, en efecto, habría sido aceptable como rey de germanos para todos los partidos. Pero Carlos rechazó semejante propuesta irritado y encolerizado: la ‘defensa de la Cristiandad’ exigía un Imperio fuerte y universal. No era la sed de poder lo que impulsaba a Carlos a adueñarse de la corona imperial; además, mantuvo su promesa de compartir con Fernando el gobierno. Doce años más tarde, mucho antes de su abdicación en el año 1555, hizo que se eligiera rey de romanos a su hermano, el archiduque Fernando, con la protesta del príncipe elector de Sajonia, que no participó en la elección. Los doce años transcurridos hasta la entronización de Fernando fueron decisivos tanto para Alemania como para la Reforma. En enero de 1524 se perfiló una solución alemana para el conflicto provocado por la reforma de la Iglesia. La tercera Dieta de Nuremberg decidió convocar en Espira un concilio nacional para el día de san Martín, 11 de noviembre, de 1524, ‘una asamblea general’ de la nación alemana 12, a fin de aclarar el caso Lutero. Se comprende fá cilmente que la curia romana se opusiera a esta decisión de la Dieta, pues con tal concilio se reforzaría el peligro de que los alemanes transformaran su iglesia con independencia de Roma. En el caso de Francia, el Papa había conseguido impedir este ‘movimiento de separación de Roma’ por medio de un generoso concordato con el rey Francisco I. Cuando en 1534, diez años después de la decisión de la Dieta de Nuremberg, el rey Enrique VIII decidió establecer la iglesia de Inglaterra, la curia no estaba ya en condiciones de oponerse decididamente y con éxito a esta subversión. A no ser por el Emperador, la solución de una iglesia nacional habría tenido en Alemania tantas posibilidades reales como las de Inglaterra. La decisión de convocar un concilio nacional respondía a los planes de todos los partidos y fue apoyada por todos los estamentos, y hasta por el mismo archiduque Fernando, consiguiendo unir a partidarios y adversarios de la nueva doctrina, además de los duques de Baviera, tan antiluteranos como antihabsburgueses. Sin embargo, Fernando, soberano de las tierras hereditarias austríacas, no consiguió mucho más que interceder ante su hermano el Emperador en favor del plan de los estamentos del Imperio. Carlos, desde la ciudad espa ñola de Burgos, prohibió el proyectado concilio por medio de una instrucción oficial breve y dura. El camino hacia la iglesia alemana quedaba cerrado. Como anteriormente en el caso de la elección imperial, a Carlos no le quedaba otro remedio por dos razones. Por un lado, una solución nacional habría amenazado la unidad del poder de la casa de los Habsburgo; y —lo que fue decisivo— la política de su casa real estaba al servicio de una idea de Imperio universal. Según ella, es el Emperador quien, por encima de los interesas particulares, garantiza y protege la unidad del Occidente cristiano en la Iglesia y el Imperio. La prohibición del concilio nacional alemán fue la consecuencia de la elección de Emperador del año 1519. Los príncipes alemanes no vieron con exactitud el significado de su decisión ni hacia dónde se dirigía, aunque sí lo sospecharon y lo temieron. La determinación de comprometer al Emperador a observar una ley básica alemana, la ‘capitulación electoral’ , no tenía que ver sólo con los intereses autonómicos de poder de los señores territoriales; Carlos se vio obligado a confirmar no sólo los derechos de los príncipes, su «soberanía, libertades y privilegios», sino que debió así mismo prometer no entregar los cargos de la corte y el Imperio a «ningún otro pueblo fuera de los alemanes nativos» y a mantener él mismo «residencia real, presencia y corte en el Sacro Imperio Romano de la nación alemana» Esta capitulación electoral impidió, de todos modos, la rescisión de las condiciones para el nombramiento imperial. La persona elegida fue un monarca español de habla francesa, un rey habsburgués, desde luego, pero no alemán. La extensión del poder de los Habsburgo desde la frontera con los turcos, en el Este, hasta el Nuevo Mundo, en el Oeste, significó la subordinación de los intereses alemanes a las exigencias de una política dinástica que degradó qirremediablemente al antiguo Imperio a la categoría de provincia marginal del imperio mundial. Para la política de Carlos, en la lucha por la instauración de un imperio universal, la Reforma sólo podía ocupar el lugar que le correspondía como acontecimiento alemán y se convirtió en elemento perturbador de la política internacional habsburguesa. Los antídotos utilizados contra ella oscilaron alternativamente entre una atención paciente y el rechazo abrupto, entre la tregua temporal y la guerra declarada; pero Carlos persiguió su meta con firmeza y sin desvío. A partir de la Dieta de Worms de 1521, la liquidación de la Reforma formó parte inalterable del programa de la política imperial. Desde esta perspectiva, el desarrollo real de la política universal habsburguesa fue de más utilidad para los asuntos de la fe evangélica que para el futuro político de Alemania. Francia, Inglaterra, Suiza y pronto también los Países Bajos emprendieron el rumbo de su identidad nacional. Alemania, en cambio, quedó retrasada en su desarrollo hacia el estado de nación, no tanto porque, dividida y desgarrada, no consiguiera configurar un interés nacional, sino porque sus aspiraciones de unidad fueron sacrificadas a un sueño imperial medieval, cosa que se llevó a efecto a lo largo de tres generaciones de emperadores habsburgueses —desde Federico III y su hijo Maximiliano I hasta el nieto de éste, Carlos V. No hemos de olvidar presentar igualmente la otra cara de la moneda: un concilio nacional habría significado el fin de la cuestión luterana. Si en 1524 se hubiese convocado efectivamente una asamblea eclesiástica alemana, el detonante reformista se habría encauzado, con toda probabilidad, hacia un programa de reformas, quedando así desvigorizado. Se habría permitido el matrimonio a los sacerdotes y el cáliz a los laicos en la Eucaristía. Habría que contar con una nacionalización del impuesto eclesiástico y hasta con una independización de Roma de la jurisdicción eclesiástica alemana. Sin embargo, con todo ello sólo se habrían abordado los síntomas, en el marco de aquella pacífica educación para la piedad por la que Erasmo abogó de forma tan expresa. El Evangelio de la cruz de Cristo, descubierto por Lutero para la Iglesia en medio de la persecución, habría quedado ahogado en este clima de compromiso sensato y piadoso celo reformatorio. La política religiosa del Emperador fue la que, muy en contra de sus propios objetivos, contribuyó a que las fuerzas liberadas por Lutero provocaran un vuelco real en la teología, la Iglesia y el bien común. 4. El giro español Si nos limitamos a contemplar los primeros años de la Reforma desde la perspectiva del Imperio, la cronología se verá excesivamente referida a Alemania. Fueron años que el emperador Carlos dedicó a Italia, España o Borgoña. Pero no sólo tuvieron importancia la Dietas celebradas sin el Emperador, sino también aquellas que deben sus resultados a su presencia. Esto último vale en primer lugar para Worms, la Dieta que hizo a Lutero mundialmente famoso, y viceversa. En efecto, las valientes palabras del teólogo de Wittenberg —«Ni quiero ni puedo retractarme en nada... Que Dios me ayude. Amén»— 14 han hecho olvidar injustamente la declaración igualmente histórica del Emperador: «Estoy decidido a emplear contra Lutero todas mis fuerzas, mis reinos y señoríos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma» 15. Nueve años después, en 1530, en Augsburgo, Carlos volvió a presidir una Dieta. También aquí fue el Emperador el que otorgó a esta Dieta una importancia que rebasó los límites de Alemania. El fue quien invitó a los partidos religiosos a hacerse oír en Augsburgo; él fue el destinatario de la Confessio Augustana, la confesión de fe de los estamentos del Imperio, y en su nombre, y no en el del Papa, se promulgó, con la Confutatio, el rechazo teológico definitivo de la doctrina reformista. No es cierto que Alemania quedara abandonada a su suerte sin dirección política y que la Reforma pudiera difundirse sin limitaciones gracias a este campo libre de acción. En efecto: la ‘nación alemana’ no estaba ya en condiciones de marcar al Emperador romano los objetivos políticos. No había sido así con Maximiliano y en el caso de Carlos no basta siquiera la perspectiva europea para comprender suficientemente su política. Si echamos una ojeada a las ideas españolas de la época, veremos claramente la manera tan distinta como se presentan los acontecimientos políticos: el auge nacional bajo el reinado de Carlos hace de España un centro de la lucha contra todos los enemigos de la Iglesia. España abre camino a la renovación cristiana y se pone en cabeza de las cruzadas —contra los turcos, en el Mediterráneo, contra los indios paganos, en las Indias occidentales, y contra los herejes, en Alemania. Durante doscientos años este mito de cruzada y misión marca con su huella la literatura española y, por más ficticio que sea, ilustra las perspectivas políticas. Constantemente se repite que Martín Lutero y Hernán Cortés nacieron el mismo año y el mismo día; uno fue el monstruo horrible salido de Alemania, como castigo de Dios por los pecados de la humanidad; el otro, el gran conquistador de Mé xico, aparecido en vistas a la conversión de un número incomparablemente grande de indios paganos 16. Es cierto que las fechas de nacimiento de Lutero y Cortés distan entre sí, quizá, varios años; pero la leyenda ilustra la conciencia de la magnitud del desplazamiento del centro geopolítico de gravedad durante los años del reinado de Carlos. Quien quiera entender la Reforma en el marco de la política mundial, deberá abandonar los puntos de vista alemanes, e incluso los de la Europa occidental. Desde el ángulo de visión del imperio mundial hispano-habsburgués, las pérdidas en el Viejo Mundo quedan más que compensadas con las conquistas en el Nuevo. En 1519, el año de su elección, Carlos no era consciente de hasta qué punto los intereses de la política española se modificarían a causa del descubrimiento de América. Carlos, nacido el 24 de febrero de 1500 en la suntuosa Gante, creció en la tradición de las brillantes tierras de Borgoña. Hasta más adelante no se sabría con seguridad si el joven duque se alzaría por encima del rango bajomedieval de un caballero borgoñón para alcanzar la estatura de un soberano mundial español. Fue bautizado con el nombre de su bisabuelo, el duque Carlos, llamado ‘el Intrépido’ , representante tí pico de la Edad Media cercana a su fin. Cuando el gran canciller Mercurio Gattinara felicitó al recién elegido rey alemán, el 28 de junio de 1519, con la afirmación de que acababa de obtener un poder que hasta entonces «sólo vuestro predecesor Carlomagno había poseído» 17, no estaba dedicándole una adulación vacía; se trataba de todo un programa político. No habló de Carlos el Intrépido sino de Carlomagno —este cambio de apelativo surge de un enjuiciamiento muy real de la situación del futuro de España y muestra la amplitud de la visión imperial con la que se gestó la elección de emperador—. Europa se encontraba en camino hacia la Edad Moderna y, por ella, hacia la formación de estados soberanos, en el momento en que parecía convertirse en realidad el sueño medieval de un imperio universal. Y Carlos I de España fue plenamente el soberano capaz de atribuirse la visión de una monarquía mundial 5. Monarquía universal y reforma Según los criterios de la historiografía nacional alemana, el único competidor de Carlos, el rey francés Francisco I, era tan ajeno al país que sólo podía contar para los inconstantes, los sobornables y los sumisos a las seducciones del Papado. Entre los partidarios de Francia —Tréveris, en primer lugar, el Palatinado y Brandeburgo— se considera al elector brandeburgués Joaquín como una persona especialmente despreciable, pues sus exigencias monetarias superaban toda mesura. La misma oferta de Carlos de desposar a su hermana Catalina con el príncipe del electorado fue aceptada sólo a condición de que el Emperador se comprometiera a ofrecer una garantía de treinta mil ducados; también esta operación debían financiarla los Fugger. Sólo una persona aparece hasta hoy perfectamente bien librada en la historiografía en cuanto hombre de Estado: Federico el Prudente. En un mar de corrupción y venta de los valores nacionales al enemigo hereditario, aparece como representante imperturbable de los intereses del Imperio A la luz turbia de la decadencia del Imperio es cierto que el Estado centralista personificado por el rey francés era difícil de compaginar con el intento alemán de una unidad imperial de Estados de carácter federal. La idea de que un monarca francés pudiera conseguir la corona del Imperio hacía temer a la mayoría de los estamentos imperiales por la supervivencia de la ‘libertad alemana’. La imagen del enemigo hereditario francés como antagonista de un Habsburgo presupone, sin embargo, una proximidad cultural y polí tica de Carlos respecto de Alemania que jamás se dio. Al contrario; desde su ascenso al trono de España no había dejado de alejarse del Imperio, entregándose a sus nuevos dominios. Sólo dos candidatos eran apropiados para una solución ‘alemana’: Fernando, el hermano del rey de España, y Federico el Prudente, no condicionado por las rivalidades y disputas en torno a las tierras de los Habsburgo en el sur y suroeste de Alemania. Una de las posibilidades fue bloqueada por Carlos; la otra fracasó debido al escaso poder de la casa de Sajorna. Federico habría dependido de la concordia entre los príncipes electores. Cuando el 27 de junio de 1519, víspera de la elección, se reunieron en Francfort seis electores y el delegado del séptimo, el rey de Bohemia, el único voto no vendido parecía ser el de Sajonia. Más tarde llegó incluso a exponerse la tesis de que Federico había logrado reunir para sí cuatro votos, incluido el suyo propio, siendo así Emperador de Romanos electo —si bien sólo durante tres horas, hasta el momento en que los comisarios electorales habsburgueses le forzaron a renunciar—. Se trata de puras especulaciones. El protocolo electoral oficial del día de las elecciones habla de «una breve reflexión» y una elección unánime: los príncipes electores «se han unido y puesto de acuerdo en su totalidad y unánimemente y han votado, nombrado y elegido en nombre de Dios todopoderoso al excelentísimo y poderosísimo príncipe y señor Carlos, archiduque de Austria, rey de España y Ñapóles, etc., graciosísimo señor nuestro, rey de Romanos y futuro Emperador» 18. Así pues, como era habitual, se tomó la decisión en la iglesia colegiata de San Bartolomé de Francfort. Federico mantuvo secreto su voto hasta el último momento, lo que hizo que fuera cortejado por los candidatos hasta el final. Aunque el resultado estaba ya asegurado de víspera y un eventual voto en contra no habría invalidado la ascensión al trono, para Carlos era muy importante la unanimidad en la votación y, en especial, el voto de Federico. Esto no se ha de deducir de los dineros que fueron a parar al tesoro público sajón, cosa que sí ocurrió, aunque probablemente se trataba de la deuda habsburguesa por préstamos al emperador Maximiliano no saldada todavía en el año 1523. No fueron los medios económicos los que movieron a Federico a la elección del rey de España, puesto que Sajonia era uno de los territorios más ricos de Alemania debido a sus florecientes minas de plata. En cambio, sí fueron importantes los planes matrimoniales, si bien Federico rechazó oficialmente cualquier vinculación entre ellos y su decisión electoral. Se trataba del compromiso matrimonial de la hermana de Carlos, la infanta Catalina, ofrecida anteriormente al elector de Brandeburgo y que ahora debía casarse con Juan Federico, sobrino de Federico el Prudente, heredero del electorado de Sajonia y aspirante a la dignidad de príncipe elector. Para mayo de 1524 Carlos rescindió el contrato matrimonial recogido en un acuerdo secreto antes de la elección imperial y que no había adquirido fuerza legal hasta su firma por ambas partes después dicha elección, por razones comprensibles 19 Para el caso Lutero es de especial importancia el que el matrimonio —realizado notarialmente al comienzo de la Dieta de Worms, el 3 de febrero de 1521, en presencia del príncipe elector y del gran canciller Gattinara— convirtiera en cuñados al Emperador y al heredero del electorado. Carlos certificó poco después que, de regreso a España, enviaría de inmediato a la infanta, entonces de dieciocho años, a su prometido para que ‘cohabitaran, es decir, para la consumación del matrimonio 20. Nunca se llegó a ello, con gran sentimiento de Federico el Prudente y de su hermano, el duque Juan, padre del prometido. En cualquier caso, este vínculo tuvo existencia jurídica durante casi cuatro años. Sólo tras la rescisión del contrato pudo Catalina casarse en el año 1525 con el rey Juan III de Portugal, una vez más al ‘servicio de la razón de Estado’ de su hermano. No hace falta especular sobre lo diferente que habría sido el curso seguido por la historia de la Reforma si este matrimonio se hubiese convertido en auténtica realidad y el Emperador se hubiera vinculado dinásticamente con el príncipe elector. El matrimonio legal no consumado unió al Emperador y al elector, cuando desde el punto de vista del derecho canónico e imperial debían ser enemigos desde hacía tiempo. 6. El caso Lutero en Worms La elección imperial tuvo repercusiones en la relación de la casa de Habsburgo con Sajonia hasta mayo de 1524. La curia romana, en cambio, una vez concluida la elección, no vio ya motivo de seguir mostrándose deferente con Federico. Nada se oponía a la pronta conclusión del proceso de Roma contra Lutero. En el verano de 1520 las cosas habían llegado suficientemente lejos: el teólogo de Wittenberg fue condenado como hereje. Pero una vez más, las cosas tomaron un sesgo inesperado. En vez de entregarlo, como era habitual y legal, al brazo secular para la ejecución de la sentencia, Lutero fue llamado a la Dieta de Worms. El Emperador había dudado mucho tiempo en dar su consentimiento a este interrogatorio. Pero el 6 de marzo de 1521 se cursó la citación, firmada de propia mano por ‘Carolus’: «Honorable, amado y piadoso [Lutero]. Después de que nos [el Emperador] y los estamentos del Sacro Imperio hemos previsto y decidido, por razón de tus libros y doctrinas..., recibir confirmación de tu parte, te hemos proporcionado... un salvoconducto... con el ruego de que te presentes con este salvoconducto nuestro aquí, en nuestra presencia y no faltes...» 21. No se cita, como se ve, al hereje, sino al ‘honorable, amado y piadoso’; el profesor de Wittenberg fue invitado a acudir con la concesión de un salvoconducto para su viaje de ida y vuelta. Sin la intervención de Federico no habría sido imaginable esta contemporización del Emperador; el elector puso de nuevo en juego su influencia para impedir una vez más que el caso Lutero fuera despachado de forma apresurada. Los contemporáneos no llegaron a saber que justo un mes antes, con motivo del cumplimiento notarial del matrimonio habsburguéssajón, Federico había exigido el pago de una deuda electoral. Quien se presentó ante el Emperador en Worms no fue un señor territorial de alguna pequeña parte del Imperio ni un príncipe insignificante, sino un monarca con quien Carlos intentaba trabar vínculos dinásticos y de quien era deudor —y no precisamente de dinero—. Pocos de los reunidos en Worms tuvieron claramente noticia de ello. Lo que sí conocían, y de lo que no dudaban una mayoría de los estamentos del Imperio, era la razón legal, a saber, la capitulación electoral del Emperador, en virtud de la cual nadie podía ser condenado al destierro imperial sin antes haber sido oído. Para los alemanes la situación legal era clara; en el caso de Lutero debía aplicarse lo que el Emperador había firmado en 1519: «No debemos ni queremos permitir... de ninguna manera que de aquí en adelante a nadie de rango alto o bajo, elector, príncipe o cualquier otro, sea condenado sin interrogatorio previo a destierro o proscripción» 22. El nuncio Hieronymus Aleander, el enérgico embajador de la curia papal, mantuvo con éxito en un primer momento la opinión legal contraria: desde la finalización del plazo de amonestación, es decir, desde el 3 de enero de 1521, Lutero debía considerarse como hereje notorio y reincidente y automáticamente desposeído de todos los derechos ante la Iglesia y el Imperio. Tras los alegres días del carnaval, Aleander había aprovechado el Miércoles de Ceniza (13 de febrero) como día de reflexión para aludir con toda su elocuencia ante los estamentos reunidos en Worms a esa unidad de Iglesia e Imperio consagrada desde hacía siglos. Su discurso produjo tal impresión que fue traducido al alemán por iniciativa propia por el canciller del elector de Sajonia, Brück, e incluido en acta por la delegación sajona en la Dieta . El nuncio, excelentemente informado, parecía tener claro que el tiempo apremiaba y que la situación se había agudizado notablemente: «Es cosa públicamente conocida cuánto mal y daño ha causado hasta el momento en el pueblo cristiano la sublevación y rebeldía desatada por iMartín Lutero, y las desgracias que diariamente provocan y producirán; sería, pues, mucho más necesario disolver cuanto antes esa banda y sublevación que vacilar por más tiempo en hacerlo» 23. En realidad, la perspectiva de una confrontación en Worms había hecho que, a comienzos de 1520, el caso Lutero se convirtiera hasta tal punto en el caso de Lutero que su llamada a la reforma no podía ya tratarse como una cuestión legal ante un tribunal papal, imperial o estamental, circunscribiéndola de ese modo en límites más reducidos. Eran tantos los que habían conocido su teología y veían reflejadas en sus escritos sus propias críticas al Papa y a la Iglesia, que el nombre de ‘Lutero’ había adquirido para la opinión pública, incluido el ‘hombre común’ , unos rasgos propios. Lutero tuvo, sin duda, razón al considerar una precaución innecesaria la protección concedida por el elector desde Worms: si llegaba el caso de tener que defender y pagar su fe con su vida, el movimiento evangélico se habría impuesto de hecho, incluso, con mayor rapidez. Worms fue para sus contemporáneos y para las épocas posteriores un acontecimiento alemán, el triunfo del espíritu sobre el poder, la victoria de la fidelidad alemana sobre la hipocresía güelfa. Worms fue también para Lutero un acontecimiento alemán, si bien en el mal sentido de la palabra: el Emperador «tenía que haber convocado a un doctor o a cincuenta y haber vencido al monje honradamente» 24. En vez de dejar que la verdad apareciera a la luz del día, se le ordenó retractarse de ella. ¿Qué había sucedido para que Lutero informase con ánimo tan deprimido a su amigo Lucas Cranach, el famoso pintor, en carta a Wittenberg? El 16 de abril de 1521, Lutero se presentó en Worms; un día después tuvo lugar, en la ‘corte episcopal’ , el primer interrogatorio. En presencia de su majestad imperial, de los electores y príncipes y de todos los estamentos del Imperio, el secretario del tribunal del obispo de Tréveris, Johannes von der Ecken, le planteó las dos preguntas siguientes: Martín Lutero, ¿reconoces como tuyos los libros publicados en tu nombre? ¿Estás dispuesto a retractarte de lo que has escrito en esos libros? La delegación sajona se había preocupado de poner al lado del profesor ‘salido del retiro de un monasterio’ —según dijo Lutero en su gran discurso un día más tarde— a un jurista experimentado, su amigo y compañero de Wittenberg, Hieronymus Schurff, profesor de derecho canónico e imperial. La réplica de Schurff a la primera pregunta fue inmediata: «Que se digan los títulos de los libros.» Así se hizo, y Lutero reconoció como propios todos y cada uno de los escritos presentados. Aleander consideró que con ello quedaba confirmada la mendacidad del hereje: ¡el ‘fraile necio’ no quiso mencionar a sus astutos cómplices en la sombra! Ahora todos estaban a la espera de la respuesta a la segunda pregunta. ¿Se retractaría el religioso? Quien hubiese esperado un claro no quedó decepcionado. Lutero solicitó tiempo para reflexionar y le fue concedido un día, hasta el 18, si bien con el justificado reproche de que debería haber estado preparado para una pregunta como ésa. El día siguiente se prometía tenso y lo fue. Lutero volvió a negarse a dar una respuesta simple: en algunos libros se había limitado a escribir sobre la fe y la vida cristiana de acuerdo con el Evangelio, sin sutilezas ni ánimo polémico. Ni sus mismos enemigos serían capaces de objetar nada en su contra. Otros escritos estaban dirigidos contra el papado, que corrompe a la Iglesia, agobia las conciencias de los hombres y oprime al Imperio. «Si ahora yo me retractara de ellos, no haría otra cosa que reforzar esa tiranía... » 25. Por lo que respecta a los escritos polémicos, su tono, efectivamente, va a veces más allá de lo cristiano. Pero también en este punto sólo se retractará de sus contenidos cuando se haya señalado y probado algún error. Lutero pudo pronunciar su discurso hasta el final; se solicitó un informe ‘sin uñas ni dientes’ , y así lo tuvieron el Emperador y el Imperio: «Si no soy refutado por el testimonio de las Sagradas Escrituras o por motivos razonables —pues yo no puedo creer ni al Papa ni al Concilio, ya que está comprobado que se han equivocado y se han contradicho repetidamente— , me consideraré vencido por la Escritura, en la cual me he apoyado, por lo que mi conciencia es prisionera de la palabra de Dios. Por tanto, ni quiero ni puedo retractarme de nada, pues obrar contra la propia conciencia no es ni seguro ni honrado. Que Dios me ayude. Amén» 26. Tras esta aparición de Lutero se vio que la citación imperial, cortésmente formulada, había resultado capciosa. La Dieta imperial no tenía la misión de recabar «informaciones», sino de aceptar una retractación o dictar la proscripción. Esa era la línea de acción prefijada por el Emperador y mantenida por Johannes von der Ecken. Lutero resumió en frases lapidarias el suceso de Worms: «¿Son tuyos los libros? Sí. ¿Quieres retractarte de ellos o no? No. ¡Entonces, levántate! ¡Oh alemanes, ciegos de nosotros! ¡Con que ingenuidad ac tuamos y nos dejamos embromar y ridiculizar por los romanistas!» 27. Una vez más, el Imperio se había comportado como el peón de Roma; también esto era un acontecimiento alemán. Desde la distancia en que nos encontramos no podemos menos de justificar el juicio de Lutero sobre el interrogatorio de Worms y mantenerlo, si bien con otros fundamentos. Worms fue en realidad un acontecimiento alemán, pero en este caso no fueron los alemanes los que se dejaban ridiculizar. ¿En qué otra parte de la cristiandad occidental habría sido políticamente sostenible proteger a un fraile levantisco de ser trasladado a Roma —como ocurrió en otoño de 1518— y conceder a un hereje notorio la posibilidad de hacerse escuchar en público? Lutero ante el Emperador y los electores en Worms. AI lado de Lutero aparece su asesor jurídico, Hieronymus Schurff. En el xilograbado se leen las anotaciones manuscritas: «lnlitulenlur librr» (Díganse los títulos de los libros) y: «Hie slebe icb, ich kann nicbt andera, Gol belffe mir. Amen» (Esta es mi postura. No puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude. Amén). Los medios de comunicación de entonces, los pasquines y la publicación de cartas, difundieron el discurso de Lutero ante la Dieta. En la sesión del palacio episcopal de Worms estuvo presente en realidad toda Alemania, y no sólo el Emperador y los estamentos imperiales. La nación escuchó incluso con mayor atención que sus autoridades; en especial aquella frase conclusiva que se halla sólo en la versión publicada por Lutero de la declaración de Worms: «Esta es mi posición, no puedo obrar de otra manera. Que Dios me ayude. Amén» 28. La ‘bufonada’ alemana de Worms y del tiempo anterior a Worms mantuvo irresuelto el caso Lutero hasta que con las preguntas por los asuntos de Lutero, por su creencia y los fundamentos de su fe, pudo impedirse la ejecución del destierro y la proscripción. 7. «Despierta, despierta, tierra alemana» Desde el hundimiento del Tercer Reich se ha dejado de hablar del entusiasmo nacional que se manifestó en Alemania con el movimiento de la Reforma. Y se comprende. Si se examina la literatura sobre Lutero de aquella época de dominio opresor, se tiene la impresión de que la Reforma fue un regalo de Lutero a sus amados alemanes. Yo, ‘el profeta alemán’ , no busco mi salvación ni mi felicidad, sino la de los alemanes 29. Ni una palabra sobre el hecho de que Lutero expuso su mensaje profético como una acusación: «Todo alemán deberá, sin duda, lamentar el haber nacido alemán y ser tenido por tal» 30. En la interpretación nacional es correcta la consideración de que Lutero no era europeo, ni tan siquiera en la variante habsburguesa de aquel entonces. Se consideraba a sí mismo alemán y fue lisonjeado por el nuevo movimiento patriótico contra el que el emperador Carlos había de tropezar por todas partes, para acabar lamiendo sus heridas: desde Alsacia hasta los Países Bajos borgoñones, donde quiera que la ciudad patria o el país patrio intentaban sacudirse el dominio extranjero. A pesar de estar desacreditados por el abuso del nacionalismo, no debemos olvidar los rasgos patrióticos nacionales en el pensamiento de Lutero y el influjo que tuvieron en sus ideas de reforma. No se deberá pasar por alto la relación entre Reforma y conciencia nacional y habrá que tenerla siempre presente, incluso para precaverse de la formación de leyendas sobre el ‘Lutero alemán’ y el ‘alma alemana’ , que influyen hasta hoy con efectos deformantes en la idea que los alemanes tienen de sí mismos —también en esto es la Reforma un acontecimiento alemán. Un año antes de Worms, el teólogo de Wittenberg había apelado de forma inequívoca a una asamblea nacional: «¡Pasó el tiempo de callar y ha llegado el momento de hablar!» Con estas palabras lomadas del Eclesiastés (cap. 3,7) comienza Lutero el discurso dedicatorio con el que abre su primer escrito político de carácter polémico —An der chnstlichen Adel deutscher Nailon von des christlichen Standes Besserting [A la nobleza cristiana de la nación alemana, sobre la mejora de la condición cristiana]— 31. En un primer momento sólo pretendía publicar un cartel impreso, un pasquín de una hoja y barato, para difundir una carta abierta a Kart und den Adel von ganz Deutschland [Carlos y la nobleza de toda Alemania] 32 y atacar la tiranía y la hipocresía de la curia romana. Pero en junio de 1520 la carta creció hasta convertirse en un ardoroso manifiesto del que, a pesar de sus noventa y seis páginas, se imprimieron cuatro mil ejemplares que le fueron arrebatados de las manos al editor Melchior Lotther, de Wittenberg. Transcurridos unos pocos días hubo de publicarse ya una segunda edición, reimpresa de inmediato en Wittenberg. En Leipzig, Estrasburgo y Basilea aparecieron igualmente ediciones del escrito a la nobleza. El mismo elector Federico, en otras ocasiones tan reservado, dio a conocer a Lutero su beneplácito muy a su manera, enviándole un principesco trozo de carne de venado 33. Sin embargo, sus amigos, Georg Spalatin, secretario de Federico, y los agustinos Johannes Lang y Wenzeslaus Linck, sus fieles compa ñeros de orden, se sintieron preocupados. Tras semejante ataque a los principios del sistema papal, carecerían de sentido todas las conversaciones para alcanzar un compromiso con Roma. En este escrito, redactado con fogosa impaciencia, se aprecia un estremecimiento de frases no demasiado sopesadas, de inconsecuencias y repeticiones llenas de irritada preocupación por el futuro de la Iglesia infamada y el Imperio oprimido. En su obra, la voz de Lutero ha mantenido a través de los siglos su tono lleno de vida. En ella nos encontramos con ese elaborado discurso que le habría gustado pronunciar medio año más tarde en Worms, si se le hubiera permitido. ‘Tiempo de callar’: Lutero, quien en un tiempo tan breve, sobre todo en la primera mitad del año 1520, se había dado a conocer una y otra vez y en voz tan alta que hasta sus mismos amigos vivían en el temor y el desasosiego, ¿lo había tenido alguna vez? Sin embargo, esta cita bíblica colocada al comienzo del escrito a los nobles refleja de forma correcta la nueva situación. El público al que ahora se dirige Lutero había cambiado. Sus trabajos anteriores, escritos en alemán, estaban pensados como obras pastorales para los laicos, en el confesonario, contra los comerciantes de indulgencias, en la oración, como padrino de bautismo, en la misa y, no lo olvidemos, bajo peligro de muerte. Los tratados latinos, en cambio, con su estilo argumentativo científico y sus detalladas pruebas exegéticas tomadas de la Biblia, iban dirigidos a un público limitado, para el debate entre profesionales y para la formación de los estudiantes. Pero aquí, precisamente, entre el mundo académico y oficial, es donde no se le había querido atender. En febrero de 1520 las universidades de Colonia y Lovaina habían emitido ya su juicio condenatorio de la teología de Lutero, ¡los sabios, los descarriados! Pero si Lutero se dirigía ahora al público de la vida política, no era por decepción ante la actitud de las universidades. Su manifiesto reformador a la nación alemana no es la continuación del debate académico por otros medios, sino el resultado del reconocimiento literalmente desolador de que el Anticristo se había adueñado del gobierno de la Iglesia. Se han de considerar juntamente dos circunstancias para poner suficientemente en claro el aspecto nacional de este eficacísimo escrito polémico. En febrero de 1520 Lutero quedó profundamente conmovido y sobrecogido al conocer la edición enviada por Ulrich von Hutten sobre la ‘Donación de Constantino’ , cuyo autor Valla (t 1457) había probado la falsedad del famoso documento de la donación. La supuesta cesión al Papa del dominio del territorio occidental por parte del emperador romano Constantino era el fundamento de las pretensiones a la primacía del poder secular del obispo de Roma sobre Occidente. ¡Todo era una mentira, la consecuencia de la astucia romana! A Lutero le resulta difícil contenerse por más tiempo sin sacar la consecuencia de que el Anticristo, el adversario esperado desde antiguo para los últimos tiempos, ya se ha introducido en la Iglesia 34. Pero Lutero vacila todavía y quiere que esta sospecha se plantee sólo de manera confidencial; sin embargo, un segundo suceso le hace ver claramente que su sospecha se basa en realidades. A comienzos de junio de 1520 aparece en Wittenberg un escrito dirigido contra Lutero que, con el título de Epitoma responsionis ad Lutherum [Respuesta compendiada a Lutero] se presenta como una refutación de los errores luteranos fundamentales. Su autor, Silvestre Prierias, dominico y teólogo de alto rango de la curia romana, era ya bien conocido de Lutero, pues a su pluma se debía el dictamen adjunto en agosto de 1518 que serviría de fundamento procesal para la citación oficial para un interrogatorio en Roma 35. El punto clave teológico de la Refutación de Lutero editada por Prierias es el mismo del año 1518: por Iglesia se ha de entender la iglesia de Roma, con su cabeza, el Papa, infalible y situado, por tanto, por encima no sólo de los concilios sino, también, de la Sagrada Escritura. Por encima del Papa no existe juez alguno y no es destituí- ble, «aunque provoque tal escándalo que arrastre consigo al infierno a pueblos enteros entregándolos al demonio» 36, como dice Prierias, citando el derecho canónico. Lutero reacciona con horror ante esta teología romana sobre el Papa: «Pienso», escribe a su amigo Spalatin, «que todas estas gentes de Roma se han vuelto necios, locos, rabiosos, insensatos, bufones, tercos, empecinados, infiernos y diablos» 37. La mentira se presenta como verdad, codificada incluso en forma de derecho, como en el caso de la donación constantiniana, y las Escrituras quedan sometidas al poder del Papa; es decir, la inversión anticristiana de toda la doctrina eclesial. El descubrimiento de esta perversión induce a Lutero a declarar abiertamente y sin tapujos el estado de emergencia. En el comentario al escrito de Prierias, que hizo imprimir en 1520 para conocimiento de todos los cristianos, alerta sobre las sangrientas consecuencias de la opresión de la verdad por parte de Roma. Se advierte casi un temblor en su lengua a causa del espanto que siente ante la transmutación de todos los valores, una conmoción que ningún protestante podrá nunca reproducir de la misma manera: «Adiós, Roma impía, perdida y pecadora; la ira de Dios ha caído sobre ti» 38. Lutero concluye a toda prisa el escrito reformista A la nobleza de la nación alemana, que deberá sacudir el Imperio y ser una llamada de auxilio para que se impongan las reformas y la cólera represada no descargue en una sublevación popular sangrienta e incontrolada. Roma, hay que tenerlo bien presente, aparece aquí con una función doble. Por un lado es una usurpadora de los derechos mundiales y, de manera especial, de los del Sacro Imperio Romano. Las consecuencias de la ‘Donación’ constantiniana 39 son expuestas ante los ojos de los alemanes con frases sarcásticas: «Tenemos el nombre de Imperio, pero el Papa es el dueño de nuestros bienes... A nosotros, alemanes, se nos ha educado en la llaneza. Pero, mientras pensamos que somos señores, nos hemos convertido en siervos de los tiranos más astutos; tenemos el nombre, el título y las armas del Imperio, pero sus tesoros, su autoridad, su derecho y libertades están en poder del Papa; así el Papa devora la carne y nosotros nos entretenemos con la cáscara» 40. Al mismo tiempo, Roma es el lugar por donde irrumpe e! demonio, que se introduce allí para llevar a cabo su última gran pelea contra Cristo. La verdad se pervierte en contra de Cristo; la función del Papa como servidor de los cristianos se trueca por la del poder del señor de los señores. Cristo vencedor a la diestra de Dios no necesita representante alguno, pues el soberano universal del cielo «ve, obra, conoce y puede todo» —sin el Papa—. En cambio, Cristo sufriente requiere una representación de su manera de vivir en la tierra «entre trabajos, predicación, penalidades y muerte»41. Cuando estas dos funciones, soberanía en el cielo y servicio en la tierra, se invierten, campea el demonio, que transforma al representante de Cristo en el Anticristo. El usurpador mundanal ha de ser puesto a raya por la fuerza, si fuera necesario, pues para eso la autoridad posee la espada. Sin embargo, sólo la oración y la penitencia son capaces de resistir al Anticristo. Sólo el mismo Dios puede salvar aún a la Iglesia, pues han comenzado ya los últimos tiempos en que los hombres ‘lavarán con sangre’ sus manos pero nada conseguirán si confían en sus propias fuerzas. Las frases introductorias al escrito a la nobleza son la consecuencia política de esta panorámica histórica, que repugnaba a los patriotas alemanes de entonces cuando no les resultaban totalmente incomprensibles: Lo primero que hemos hacer, ante todo, en este asunto es actuar con una gran seriedad y no insolentarnos confiando en la grandeza de la fuerza o la razón, aunque todo el poderío del mundo fuera nuestro, pues Dios no desea ni va a soportar que iniciemos una buena obra fiándonos de la propia fuerza y razón. El lo echará todo por tierra y no servirá de nada, tal como dice el salmo 33: «No es la muchedumbre de los guerreros lo que salva al rey, ni se libra el guerrero por su mucha fuerza.» Por esa razón, pienso yo, ocurrió en otros tiempos que príncipes tan notables como el emperador Federico I y el otro Federico, y muchos otros emperadores alemanes, fueran pisoteados y oprimidos tan lastimosamente por los papas, a pesar de que el mundo los temiera; quizá confiaron en su propia fuerza más que en Dios y por eso acabaron cayendo. ¿Y qué es lo que ha encumbrado hasta tanta altura a Julio II, sediento de sangre, sino, según creo, el que Francia, los alemanes y Venecia hayan confiado sólo en sí mismos? Los hijos de Benjamín derrotaron a cuarenta y dos mil israelitas, por haberse fiado éstos de su fuerza (Jueces 20, 21). Para que no nos ocurra lo mismo a nosotros con ese Carlos de sangre noble, debemos estar convencidos de que en estos asuntos no tratamos con hombres sino con los príncipes del infierno que pretenden llenar el mundo de guerra y derramamiento de sangre; no habrá, sin embargo, manera de derrotarlos de la manera antes dicha 42. Lutero se dirige, pues, contra aquellos famosos emperadores alemanes que, a la búsqueda de la identidad nacional, fueron celebrados por el aún joven movimiento humanista como modelos y testigos principales. No en balde se señala de forma especial a los emperadores Staufen Federico I y Federico II. Barbarroja fue especialmente popular, pues en sus treinta y cinco años de gobierno imperial consiguió unir el Imperio como nunca lo había estado hasta entonces. La introducción del Renacimiento en Alemania había fortalecido la conciencia nacional: se revisaron las fuentes de la historia alemana para oponer a la arrogancia romano-italiana el orgullo por el propio pasado. Si Lutero hubiese hecho suyo este movimiento de convergencia nacional erudita, se habría convertido en un símbolo de la lucha por la libertad contra el saqueo y la opresión romana. Y en efecto, la figura del reformador despertó estas esperanzas. ¡Con Lutero se decide la liberación de los alemanes! Así piensa Ulrich von Hutten, precursor del movimiento nacional para la movilización de ciudades y Estados. Su comentario de la bula de amenaza de excomunión papal contra Lutero tiene un tono agresivo: Aquí está, alemanes, la bula de León X con la que pretende reprimir la verdad cristiana que ahora surge a la luz del día, y con la que pretende limitar y contener nuestra libertad para que no se revigorice y reviva por entero nuestra libertad que, tras una larga opresión, vuelve por fin a dar señales de vida. Nos oponemos a cualquiera que intente algo semejante y tomaremos por adelantado las medidas públicas que impidan a ese hombre tener éxito y conseguir algo con su inquieta pasión y su osadía. Por Cristo inmortal, ¿cuándo nos encontramos en un momento más favorable, cuándo se dieron mejores circunstancias de hacer algo digno de un alemán? Ya veis que todo se encamina en esa dirección, que en el presente existen más esperanzas que antes de ahogar esta tiranía, de sanar esta enfermedad. ¡Armaos de valor y lo lograréis! Aquí no se trata de Lutero sino de todos; la espada no se ha alzado contra una persona, sino que se nos ataca públicamente a todos nosotros. No quieren que se presente resistencia a su tiranía; no quieren que se descubra su engaño, que se descubra su estrategia, que nos opongamos a su furor y contengamos sus peores instintos 43. Lutero no marchó por el camino de la liberación alemana señalado por Hutten. Lo que más tarde le movería a un completo rechazo del levantamiento de los caballeros del Imperio y de la guerra de los campesinos hizo de él en este momento un crítico del movimiento patriótico. Por su permanente importancia teológica, la lucha contra las ‘murallas de los romanistas’ se ha separado injustamente del programa de reformas nacionales. El pretexto para añadir posteriormente al comienzo de su manifiesto alemán un programa de principios teológicos fue el escrito de Prierias, del que se deducía que aquel movimiento de reforma de la Iglesia y del Imperio independiente de Roma debería condenarse por herético: Los romanistas han alzado con gran rapidez en torno suyo tres murallas y se han protegido hasta ahora con ellas, de manera que nadie pudiera introducir reformas, con lo que toda la cristiandad ha decaído de forma atroz. En primer lugar, cuando se les ha atacado con el poder secular, han declarado y dicho que tal poder no tenía derechos sobre ellos, sino que, al contrario, lo espiritual estaba por encima de lo temporal. En segundo lugar, cuando se les ha querido condenar con las Sagradas Escrituras, han aducido que nadie, sino el Papa, puede interpretarlas. En tercer lugar, si se les amenaza con un concilio, se inventan que nadie más que el Papa puede convocarlo. Por tanto, nos han robado subrepticiamente las tres varas para quedar impunes y se han puesto a buen recaudo detrás de esos tres muros para llevar a cabo todo tipo de pillerías y maldades como las que ahora vemos... Que Dios, ahora, nos ayude y nos conceda una de las trompetas con que se derrumbaron las murallas de Jericó, de forma que logremos aventar estos muros de paja y papel y rescatar las varas cristianas para mortificar los pecados y poner de manifiesto la astucia y el engaño del diablo, de manera que mejoremos con el castigo y volvamos a obtener la gracia de Dios 44. Lo que Lutero propone en su escrito programático A la nobleza cristiana está dicho en un lenguaje belicoso, pero se trata en realidad de la belicosidad de la verdad bíblica desveladora que provoca el derrumbamiento de las murallas de Roma. Quien aquí habla no es un héroe sino un profeta de la penitencia, que lleva a la nación al confesonario y no a la victoria, con el objetivo de que «mejoremos con el castigo y volvamos a obtener la gracia de Dios» 45. El castigo lleva al arrepentimiento y la enmienda significa el restablecimiento de la justicia en la Iglesia y en el mundo —en una Iglesia obediente a la palabra de Dios, en un orden estatal que elimine «lo que se opone a Dios y es perjudicial para los hombres en alma y cuerpo» 46. El acontecimiento alemán no es un impulso heroico hacia la realización nacional, sino penitencia y enmienda. Una reforma tan radical, ¿tiene alguna perspectiva de éxito, puede imponerse y tomar forma política? Lutero respondió negativamente a esta pregunta sin caer en la resignación. Es necesaria una sensata ilustración por medio de las Escrituras «y, además, en el caso de la nobleza cristiana de la nación alemana, un ánimo espiritualmente recto para hacer lo mejor por la pobre Iglesia». En efecto, «todas las Escrituras se resumen en que los asuntos de los cristianos y de la cristiandad sólo pueden ser enderezados por Dios; nunca han conseguido los hombres justificar sobre la tierra un [asunto cristiano], sino que siempre la oposición ha sido demasiado grande y fuerte» 47. No es esto el manifiesto inspirador de un héroe nacional. El reformador se opone al movimiento nacional por dos razones. ¡Alemania no será liberada por las armas! Los grandes emperadores han fracasado en su misión histórica por haber confiado en sus ejércitos y no en Dios. Además: ¡el futuro nacional ha llegado ya a su fin! En efecto, la historia ha avanzado tanto que los últimos tiempos están ya próximos y el futuro sólo traerá la victoria en forma de sangre y lágrimas. Hasta el final de su vida Lutero mantuvo con firmeza esta opinión; su programa nacional para ‘sus amados alemanes’ consistía en penitencia, conversión y reforma, sin perspectivas de una edad de oro, a no ser tras el regreso de Cristo. Ulrich von Hutten, como innumerables contemporáneos suyos, había escuchado ante todo la llamada de Lutero a la liberación y había apostado todo para ayudar a su irrupción. Cuando a finales del año 1520 pudo anunciar Lutero que las armas estaban listas para proteger y hacer progresar el común interés, vio casi a su alcance el objetivo de sus esperanzas 48. Es difícil sobrevalorar lo que significó la ruptura con este movimiento alemán por parte de Lutero; tantos eran los patriotas aunados por dicho movimiento. Hutten fue sólo uno de los muchos hombres notables, si bien una cabeza extraordinariamente original, un arrebatador poeta político y un publicista agitador e informado. Este movimiento patriótico no es hijo del tiempo de Lutero. Ya a comienzos del siglo, Konrad Celtis ít 1508), el ‘archihumanista alemán’ , había elogiado al historiador Tácito como un clarividente visionario que con su Germania había erigido un monumento a los alemanes. ¡No sólo Italia sino también Alemania tiene su Edad Antigua! Cuando la siguiente generación descubre el Medievo alemán e intenta vincular las virtudes de los germanos con la gran historia de los emperadores alemanes, se dispone ya de los fundamentos de un orgullo nacional históricamente demostrado. Falta sólo la guerra de independización y el héroe popular cautivador que simbolizase los ideales de unidad y libertad de una nación que estaba formándose. Guillermo Tell, Juana de Orleans o George Washington indican lo que Martín Lutero pudo haber sido, pero no quiso ser, para los alemanes. La figura de Guillermo de Orange, el campeón de la lucha por la autonomía e independencia de los Países Bajos, muestra con qué consecuencias tan trascendentes puede encarnarse en una persona la unión de alzamiento nacional y guerra de religión. No hay manera de saber si Martín Lutero habría podido garantizar, como héroe libertador, la necesaria cohesión nacional frente a fuerzas contrarias poderosas. Sí es seguro que la cuestión alemana se enfrentaba a barreras imponentes: la vinculación de la idea de Imperio a los sueños de unidad medievales hacían que ya entonces un Estado nacional alemán apareciera como un peligro para Europa. El imperio de los Habsburgos requería, además, un Estado multinacional y no la cohesión de una nación. La estructura esencialmente federativa del Imperio exigía, finalmente, de quienes apoyaban una idea nacional, más cultura, amplitud de miras y paciencia que las precisas en una monarquía centralizada como era la de Francia. Para la historia de las repercusiones de las ideas de Lutero fue decisivo su rechazo de la posible y ampliamente deseada trabazón entre Pablo y Tácito, entre renovación de la fe y surgimiento nacional. Con intención programática y profética, Lutero inculcó en la conciencia de ‘sus amados alemanes’ la unidad en la fe, al tiempo que les sacaba de la cabeza la unión entre religión y sangre. Con su Catecismo y su Biblia había enseñado a rezar y escribir en alemán, no con la intención de hacer realidad el espíritu alemán, sino para dar un ejemplo que imitar a la cristiandad que habla en la tierra muchas lenguas distintas. El concilio nacional solicitado por Lutero en 1520 se habría reunido en 1524 en Espira —el 11 de noviembre, fecha de su bautismo— , si el Emperador no hubiera dictado su prohibición estricta. Nunca estuvo más cerca de ser realidad una iglesia nacional alemana. Pero el reformador habría condenado como contrario a Dios un ensamblaje de Iglesia y nación, pues la equiparación del pueblo de Dios con un Estado o una nación, bien fuera Roma, Alemania o Israel, no sólo pervierte el Evangelio sino que amenaza, así mismo, la paz en el mundo. Al optar por una ecumene de múltiples voces y en contra de la locura de pretender conseguir por las armas una solución final, Lutero se nos presenta con rasgos de modernidad. Pero en aquel entonces más de uno no lo encontró a la altura de su tiempo. Como elocuente predicador de campaña en el estado mayor de los caballeros del Imperio o en el campamento de los campesinos, Lutero se habría convertido en una figura nacional. A corto plazo, la unidad del Imperio bajo un héroe nacional de estas características habría sido del máximo provecho para Alemania. En cambio, él mismo habría sacrificado así los intereses de la Reforma. El Lutero alemán fue una pesada carga para la nación en la tarea de encontrarse a sí misma. Lutero se negó a ser un héroe del pueblo —pero por eso mismo se convirtió en un acontecimiento alemán.
Heiko A. Oberman.
duplicidad:
Lutero
Un hombre entre Dios y el diablo.
Versión española de José Luis Gil Aristu
Capítulo 1:
UN ACONTECIMIENTO ALEMAN.
1. El príncipe elector Federico el Enigmático: Estos alemanes son increíbles, opinaba el embajador de Venecia en la Dieta de Augsburgo en su informe del verano de 1518 a la Se ñoría. En ella pelean príncipes y diplomáticos a la búsqueda de un compromiso entre el Emperador y los señores territoriales en beneficio del bien común, pero la olla de rumores entre pasillos perturba estos esfuerzos y siembra la desconfianza por razones nimias: la excusa es una disputa teológica en torno a las bulas. El embajador no habla de oídas ni de manera imprecisa; puede citar incluso nombres: los implicados son un monje llamado Lutero y un profesor de Ingolstadt, de nombre Johannes Eck. Resulta ridículo desviarse de la realidad por un asunto de bulas. Y, enseguida, el informe vuelve otra vez a la política. La república de Venecia, una potencia financiera, mercantil y marítima, que vive del libre acceso a todos los puntos del Mediterráneo, ve en juego intereses vitales. En el orden del día de la Dieta imperial aparece el penique de las cruzadas, el impuesto general del Imperio para la guerra santa, que ha de ser recaudado en los territorios alemanes y, sobre todo, en las florecientes ciudades, para que Occidente pueda defenderse por fin de forma decisiva y hacer frente con eficacia al peligro procedente del Este. Constantinopla, la antigua potencia en la vanguardia de la lucha contra los turcos, había caído medio siglo antes, en 1453, de manera que las tradicionales zonas de comercio de Venecia, Grecia y el Levante, estaban insuficientemente protegidas contra los asaltos del poder otomano. Por otra parte, Venecia se hallaba dentro del espacio vital de los estados de la Iglesia, agresivamente expansivos, y estaba por tanto ardientemente interesada en distraer la atención del Papa de Italia y contenerlo mediante una guerra en el Este. Un Emperador y un Papa ocupados en una cruzada contra los turcos serían los mejores protectores de la independencia de la República. El 28 de agosto de 1518, el emperador Maximiliano I firmó en Augsburgo un armisticio que debía poner un fin provisional a su enconada lucha contra Venecia. De ese modo tendría las espaldas cubiertas para llevar a cabo una cruzada contra el sultán. Pero el punto decisivo estaba en saber si los estamentos del Imperio otorgarían los impuestos necesarios para una guerra, pues Maximiliano se hallaba endeudado hasta el límite de la bancarrota estatal. De todos modos, en el asunto del penique contra los turcos el Emperador podía contar con el total apoyo de Roma. El papa León X había enviado como legados suyos a la Dieta imperial a dos miembros de alto rango del colegio cardenalicio: uno era Mattháus Lang, hijo de una familia burguesa de Augsburgo y confidente de la casa habsburguesa; el otro legado, Cayetano, llamado así por su lugar de nacimiento, Gaeta, procedía de Italia, y su principal cometido era el de ayudar a superar la oposición claramente perfilada en contra del impuesto de la Cruzada. El italiano no llegaba con las manos vacías. El 1 de agosto de 1518 entregó en Augsburgo al joven príncipe elector Alberto de Brandeburgo, arzobispo de Maguncia, solemnemente —y gratis— las enseñas del cardenalato. También se tuvo en cuenta a Mattháus Lang. Cayetano le confirmó por encargo del Papa la candidatura a la sede de Salzburgo, uno de los más importantes arzobispados alemanes. Finalmente, en la tarde de este festivo primero de agosto, también el Emperador se vio altamente honrado —y comprometido—. Cayetano le entregó el sombrero y la espada benditas, símbolos del caballero cruzado cristiano. Sin embargo, cuando el 5 de agosto el cardenal abordó en un discurso en latín el meollo de la cuestión y abogó por la cruzada contra los turcos, se había esfumado cualquier rastro de la eficacia de estos distintivos papales. Los representantes del Imperio ni siquiera se mostraron corteses, sino que presentaron con vehemencia los antiguos gravamina y expusieron las quejas de la nación alemana, sobre todo en lo referente a la política impositiva de la Iglesia, contra las intromisiones de Roma en los derechos de los estamentos soberanos y contra el interminable trapicheo practicado por la curia con los beneficios de la iglesia alemana: ¡no había carrera cuyos caminos no pasaran por Roma! Federico el Prudente, señor territorial del electorado de Sajonia, aparece en vanguardia cada vez que se trata de la liberación de las pretensiones del poder espiritual. Entre ellas no se cuenta sólo la lucha contra las constantes intromisiones en los derechos soberanos de los príncipes por parte de la curia; también se deberá poner coto al gobierno de los obispos locales, en competencia con el de los señores territoriales. Los príncipes tenían aún que combatir por aquello que muchas ciudades imperiales libres ya habían logrado: la independencia respecto a los derechos de soberanía secular de la Iglesia. En 1518 el asunto de Lutero, apenas tenido en cuenta fuera de Alemania, fue en Augsburgo uno más entre muchos otros puntos conflictivos en el marco de estos enfrentamientos en torno al gobierno de la Iglesia en los territorios alemanes. A Cayetano, el legado cardenalicio romano, se le encomendó la tarea de encontrar una solución para el caso ‘Lutero’ , que salvaguardara los derechos de Roma en el punto central de la soberanía de la Iglesia, sin provocar al príncipe elector de Sajonia. De ese modo, entre el 12 y el 15 de octubre de 1518 —tras la conclusión de la Dieta imperial— tuvo lugar en la casa de los Fugger en Augsburgo el primer y último interrogatorio al que se habría de someter Martín Lutero. Cayetano había dicho anteriormente al príncipe elector que se comportaría ‘como un padre’ y no ‘como un juez’. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos y las artes de convicción tuvieron tan poco efecto como las palabras duras. Al final, el legado no tuvo más remedio que constatar que el fraile debía ser tratado como hereje, pues no estaba dispuesto a doblegarse ante la Iglesia y retractarse. Con esto Cayetano dio por concluido el asunto. De acuerdo con su promesa, no había hecho apresar al monje de Wittenberg, a pesar de su terquedad, y, tal como había aconsejado el Papa, emitió una sentencia cuya ejecución se solicitaba insistentemente de Federico: Exhorto y ruego a vuestra Alteza que atienda a su honor y a su con- ciencia y ordene al hermano Martín acudir a Roma o lo expulse de sus dominios. Vuestra Alteza no debería permitir que, por culpa tan sólo de un frailecillo —«propter unum fraterculum»— , cayera semejante infamia sobre el honor de su familia l. El embajador de Venecia y el legado del Papa estaban extrañados por igual de que una Dieta imperial alemana se dejara influir por tales asuntos sin importancia y que el ridículo parloteo de los monjes distrajera a un príncipe elector hasta el punto de perder de vista las necesidades de la política. ¡Típicamente alemán; impensable en otras partes! Típicamente romano: así expresaba la parte contraria su malestar. Ya tenemos otra vez a los astutos güelfos dispuestos a servirse de nosotros, los tontos alemanes, para sus intereses. El conjunto de toda una Dieta imperial, al igual que un elector particular, se debía a los intereses políticos de Alemania y no a los de Roma. Desde el punto de vista de los estamentos imperiales, la emancipación de la curia era una de las exigencias nacionales irrenunciables que se debía imponer de una vez por todas. Los príncipes territoriales, sobre todo Federico, entendían la política en un sentido más amplio que hoy. La política no tiene que ver sólo con el bien común secular, sino también con los requisitos y condiciones para la salud eterna de los habitantes de las ciudades y del campo. Esa fue la razón de que Lutero pudiera dirigirse en agosto de 1520 con su escrito político más famoso «A la nobleza cristiana de la nación alemana» [An den christlichen Adel deutscher Nation]. Las autoridades de este mundo encontraron en él el fundamento bí blico para su responsabilidad en el cuidado de su territorio y su iglesia territorial, practicada de antiguo: quien, fiel a Roma, abandone el bienestar de la Iglesia en manos de las ‘cortesanas’ , de los hombres de la curia, lesiona sus deberes de príncipe cristiano. Federico el Prudente y su hermano Juan el Constante, príncipes electores de Sajonia Cayetano no demostró demasiada habilidad al apelar a los antepasados de Federico, pues, ya antes de la división de los territorios de Sajonia en 1485, la casa soberana de los Wettin había intervenido abiertamente contra las pretensiones jurisdiccionales de la jerarquía eclesiástica. Antes de que Lutero atacara de forma aparentemente revolucionaria los derechos del Papado en sus tesis sobre las indulgen cias de octubre de 1517, el elector de Sajonia, Federico II, había limitado sensiblemente los derechos del Papa a la distribución de indulgencias. Cuando en 1458 el papa Calixto III promulgó indulgencias contra los turcos, Federico II pasó al ataque. El legado romano debió declarar su conformidad con la transferencia de la mitad de los ingresos a las arcas del elector. Las medidas de control destinadas a asegurar un reparto justo de los cobros entre el Papa y el Estado demuestran la escasa confianza del señor territorial en el legado pontificio. Todo el dinero se guardaba en grandes ‘cajas penitenciales’ , provistas cada una de ellas de dos cerraduras que sólo podían abrirse con la llave de los consejeros municipales encargados de tal función. Para que todo el dinero llegara efectivamente a estos depósitos de los ingresos por indulgencias, el príncipe asignaba al legado papal un controlador, cuyos informes solían confirmar plenamente la desconfianza del soberano 2. A comienzos del siglo, cuando Sajonia llevaba ya diecisiete años dividida, los señores territoriales, el elector Federico el Prudente por un lado y el duque Jorge el Barbudo, por el otro, supieron defender de diversas maneras sus intereses en la cuestión de las indulgencias. Así, en 1502 se promulgó nuevamente una bula con indulgencias contra los turcos; ambos soberanos ordenaron la total incautación de los ingresos al comprobarse que, una vez más, la campaña contra los turcos se quedaba en nada. Este tipo de incidentes explica que ‘el frailecillo’ no desapareciera de la escena alemana sin decir ni pío. Sin embargo, ¿por qué el prudente Federico tomó partido por Lutero de forma semejante? Su no a Cayetano vinculó sus tierras con la Reforma para las duras y las maduras en los siguientes años, hasta el punto de que, al final, su nieto Juan Federico acabó perdiendo la dignidad de elector al tener que firmar el 19 de mayo de 1547 la capitulación Wittenberg, tras su aniquiladora derrota contra el Emperador en las guerras de religión. Iglesia del castillo de Wittenberg, en cuya puerta fueron clavadas las tesis el 31 de octubre de 1517: Portada del libro Wittenberger Heiltumsbuch, catalogo de la colección de reliquias reunida por Federico y Juan en la iglesia del castillo de Wittemberg impulsados por la preocupación por la salvación de sus súbditos. En él se recogen datos precisos sobre las indulgencias que allí podían ganarse. La obra fue ilustrada por Lucas Cranach el Viejo, Wittemberg, 1509. Ninguna respuesta puede pasar por alto el hecho de que Federico actuó como un príncipe territorial cristiano. Las convicciones religiosas señalan los límites de su capacidad de compromiso y se muestran como factores de su política de Estado. No se ha de olvidar que estos factores, que hicieron posible al principio la reforma del electorado de Sajonia, fueron también causa de la catástrofe militar. El 24 de abril de 1547, el príncipe elector fue sorprendido en Mühlberg por las tropas imperiales porque éstas habían logrado avanzar hasta las orillas del Elba sin ser observadas, pues Juan Federico había dado preferencia al servicio divino sobre el militar, ordenando retirar todos los puestos de vigilancia que podrían haberle informado de los movimientos del Emperador. La imagen del príncipe orante, convencido de que él y su ejército están protegidos por Dios, tiene su modelo en la conformidad de Federico el Prudente durante la guerra de los campesinos: «Si Dios lo quiere así, el hombre común acabará gobernando. Pero si no es su voluntad y no está previsto de esa manera en alabanza suya, pronto cambiarán las cosas» 3. Así se lo hace saber el anciano príncipe elector a su impaciente hermano, el duque Juan, el 14 de abril de 1525, a menos de un mes de su muerte, que ocurriría el 5 de mayo. La confianza en la providencia está en contradicción con la fe reformista. Los duros escritos del reformador en contra de los campesinos, junto con las condenas por el derramamiento de sangre por las hordas de éstos, constituyen al mismo tiempo una fuerte crítica dirigida a los príncipes que no actúan con ‘confianza sino con ‘abandono’. Contar con que Dios dirige la historia y con su juicio condenatorio es un asunto que pertenece al ámbito de la fe y no exonera al señor territorial del deber de cumplir con las tareas propias de su función de príncipe y prestar fielmente sus servicios por el breve plazo concedido hasta el momento final de los mismos en este mundo. Donde quiera que se manifiestan con claridad las creencias de Federico, resulta perceptible su distanciamiento de la Reforma, y Lutero las combatió abiertamente. Muy poco después del estallido del conflicto por las indulgencias, éste abrió un frente contra cierto tipo de culto a los santos falso, poi egoísta 4 —con ataques claros contra la colección de reliquias de la iglesia del palacio de Wittenberg, que eran el orgullo de Federico—. En el año 1523, al concluir su esbozo de nueva liturgia, la Formula Missae, Lutero puso en evidencia y provocó a su señor territorial ante todo el mundo, al hablar de los malditos intereses financieros del príncipe, quien con su colección de reliquias había degradado su iglesia palaciega, llamada de «Todos los Santos, o, mejor, de todos los demonios» 5, hasta convertirla en una fuente de dinero. Semejante afirmación no hacía justicia a Federico. Es extraño que Federico, atacado siempre tan duramente, asegurara y garantizara a Lutero su libertad de de acción, a pesar de todas las tormentas provocadas por su controvertido profesor universitario y de su desagrado ante más de un defensor radical de la Reforma. Al final de sus días, en el lecho de muerte, dio testimonio público de su alejamiento de la antigua fe al hacerse ofrecer en el sacramento de la cena pan y vino, en contra de la doctrina papal, siguiendo la institución de Cristo —según las enseñanzas de Lutero—. Seguramente no fue en contra de la última voluntad del fallecido el que se llamara al hereje desterrado para que modificase la liturgia funeral de acuerdo con ios principios de su nueva organización de ¡os servicios divinos y pronunciase el discurso fúnebre. De ese modo, Federico el Prudente fue llevado a la tumba el 11 de mayo de 1525 con más innovaciones de las que estuvo dispuesto a aceptar en vida. Este príncipe ha sido considerado tan enigmático por la posteridad como por sus contemporáneos. Reservado y tímido, vacilante en su acciones hasta la incapacidad para tomar una decisión, nada dispuesto a imponerse y mucho menos a dejarse imponer, pero que en el momento de su muerte marcó un hito del que ya no habría posibilidad de retroceder. ¿Quién fue este hombre? Aparece como una figura que oculta sus rasgos en lo individual y personal; el historiador ha de apoyarse en la imagen que el príncipe había cuidado con esmero y utilizado como medio en sus enfrentamientos políticos. Fue un príncipe territorial alemán medieval y no un soberano ni, por supuesto, un gobernante absolutista; sin embargo, estuvo tan convencido de su propio mundo de valores y fue tan consciente de sus obligaciones que no permitió que nadie le discutiera su responsabilidad por el bien temporal y la salvación eterna de sus súbditos, ni la curia de Roma, ni la corte imperial ni tan siquiera aquel doctor Lutero. Constantemente insiste en que, como lego en la materia, no entra en juicios sobre la rectitud de la teología de Lutero, pero al mismo tiempo deja bien claro que la excomunión papal no le demuestra la culpa del doctor. En la lucha partidista Federico fue un perfecto príncipe cristiano, interesado por el bienestar y la felicidad de sus vasallos. El gobierno señorial de la Iglesia no es el resultado de la Reforma, sino que ya apadrinó sus inicios. 2. La situación en el Imperio Lutero describió a Federico como el gran vacilante —por otra parte, esta imagen es el producto de una visión tardía y surge siempre por comparación con el apoyo que le prestaron los sucesores de Federico, Juan el Constante y, sobre todo, Juan Federico el Magná nimo. El electorado de Sajonia debió agradecer precisamente a las vacilaciones de Federico el Prudente el poder superar los difíciles años de la amenaza de su aislamiento en el Imperio y el que la Reforma lograra sobrevivir incluso sin el apoyo de los estamentos alemanes. Juan Federico el Magnánimo, príncipe elector de Sajonia, ‘generoso’ patrocinador de Lutero. En 1547 perdería su electorado a causa de su adhesión a la Reforma. Xilograbado de Lucas Cranach el Viejo, c. 1533. Sin la intervención de Federico y sus consejeros, el mismo interrogatorio de Lutero por parte del cardenal Cayetano no habría tenido lugar en suelo alemán, en Augsburgo, sino en Roma. Sin la tenacidad del elector, el movimiento evangélico habría concluido en el año 1518 y se habría visto relegado, como mucho, al distante recuerdo de un capítulo de la historia de la teología. No habrían existido la figura genial ni el reformador que fue Lutero, sino sólo un hereje que había conseguido que se hablara de él por un tiempo cuando, de manera similar al bohemio Juan Hus y al florentino Jeró nimo Savonarola, llamó la atención sobre la secularización de la Iglesia. El fenómeno de Lutero habría sido de tan escasa repercusión que la complaciente curia romana podría haber planteado con toda tranquilidad la revisión de su proceso. Pero no fue así. La corte sajona desconfió desde el primer momento de la condena de Lutero por cortesanos y mendicantes romanos y no consideró en absoluto probado que el profesor de teología de la universidad de Wittenberg hubiera enseñado doctrinas heréticas. Por otro lado, cualquier intento de solucionar la cuestión luterana fuera de Alemania, en Roma, pasaba por ser una intromisión en la soberanía jurisdiccional de los señores territoriales. El mismo Lutero vio los peligros que comportaba semejante política para el país y planteó al elector la propuesta, bien acogida en un primer momento, de abandonar Sajonia para no comprometerlo y devolver a su polí tica la libertad de acción. El 1 de diciembre de 1518 estaba tan pró xima la hora del exilio que sus amigos de Wittenberg se reunieron para la despedida. En ese momento, mientras Lutero se hallaba con sus invitados despidiéndose de ‘buen humor’ , llegó la notificación contraria: «Si el doctor está aún aquí, no debe abandonar en ningún caso el país, el príncipe elector tiene que tratar con él un asunto importante» 6. Lutero se había convertido en objeto de la política de Estado. La cancillería del elector podía replegarse a las posiciones de neutralidad, sin necesidad de prolijas declaraciones de principio. El juramento doctoral de Wittenberg, prestado también por Martín Lutero el 19 de octubre de 1512, contenía, junto con la prohibición de difundir doctrinas heréticas, el deber de mantener las libertades y privilegios de la facultad de teología. Estas incluían expresamente el derecho a disputar libremente y sin trabas sobre cuestiones de interpretación de las Escrituras. En su informe de diciembre de 1518, la universidad de Wittenberg había confirmado que tal derecho se adecuaba exactamente a las noventa y cinco tesis de Lutero 7. Cuando en el verano de 1519 se debatió en Leipzig —ya no en el territorio electoral, sino en el ducal de la Sajonia dividida— el delicado problema de la autoridad del Papa, Lutero estuvo plenamente de acuerdo con su contrincante Johannes Eck, su primer opositor ale- mán, que lo seguiría siendo durante toda su vida, sobre el principio de la libertad de disputa. El señor territorial, el duque Jorge, pudo llevar adelante esta disputa con el apoyo unánime de ambos partidos, tanto contra el voto negativo del obispo titular como contra los temores de la facultad de teología de Leipzig. El príncipe elector Federico trató desde el principio la cuestión de Lutero como ‘el caso Lutero’ y evitó todo cuanto pudiera presentarse como favoritismo. Nunca se entrevistó personalmente con éste y jamás hizo declaraciones sobre los contenidos de la nueva teología. Hasta el momento del edicto de Worms (26 de mayo de 1521), con el destierro de Lutero por parte del Emperador, Federico logró mantenerse en esta posición de no tomar partido. Una toma de partido no habría conseguido proteger con más eficacia al profesor de Wittenberg. Con la misma efectividad reaccionó el ‘vacilante’ Federico al juicio papal sobre Lutero. El 15 de junio de 1520, el papa León X firmó la bula Exsurge Domine, donde se le amenazaba con la excomunión. En ella se presentaban cuarenta y una frases de las obras de Lutero que podían ser tachadas de «heréticas, escandalosas y falsas». El teólogo de Wittenberg contaba con sesenta días para someterse; al transcurrir el plazo sin retractación, Lutero fue definitivamente excomulgado el 3 de enero de 1521. Con la promulgación de la bula de excomunión Deceí Romanum Pontificem, el caso Lutero había llegado a su fin —como todos debían esperar—. Se había cerrado el proceso eclesiástico y todo lo demás eran meros apéndices administrativos: la entrega al brazo secular y, finalmente, la ejecución. ¿Por qué no se llegó a lo que, según el derecho imperial y eclesiástico, debía habese producido? Desde la Dieta de Augsburgo de 1518 habían sucedido muchas cosas que abogaban en contra del éxito del caso Lutero. En una frase de pasada de su informe sobre la ‘amonestación paternal’ el cardenal Cayetano había apartado a un lado, por así decirlo, el argumento decisivo del derecho a la libre disputa: «Aunque fray Martín ha puesto a debate sus ideas en tesis de disputa académica, tales tesis han sido proclamadas por él como resultados concluyentes en sus sermones, incluso, según se me ha comunicado, en lengua alemana» 8, llegando a oídos de todos, ¡incluso a ‘los del pueblo necio’! Había abusado del derecho de disputa, ha ciéndose indigno de él; en el futuro sólo decidiría la valoración del contenido de las tesis de Lutero. Sin embargo, Cayetano se precipitó al exponer los fundamentos de la sentencia. Su exposición resulta dañada por una curiosa duplicidad: las tesis de Lutero «atenían por un lado contra las enseñanzas de la Santa Sede y, por otro, son heréticas» 9. Este doble razonamiento no es extraño sólo desde la perspectiva actual del Papado. Al parecer, Cayetano había adoptado la línea de argumentación del electorado de Sajonia que se remitía a la prueba escrituraria: la teología de Lutero se opone a la Escritura y, por tanto, se ha de condenar por herética —totalmente al margen de si atenta contra la autoridad papal—. El legado de Roma se adentraba de esa manera por caminos que podían haber acabado por ser mortales para Lutero. El príncipe elector replicó en ese escrito al cardenal que en Sajonia había muchos eruditos que no estarían de acuerdo con la sentencia condenatoria contra Lutero. Sólo cuando se demostrara efectivamente que Lutero era hereje, sabría él, su señor territorial, actuar con la ayuda de Dios y sin presiones externas, según su honor y su conciencia 1 Pero ¿qué ocurre si se prueba la herejía de Lutero y resulta ya imposible basarse en el resentimiento alemán antirromano? El escrito del elector es lo más contrario a la adopción de una postura diplomática cauta, que no obligaría a nada y mantendría abiertas todas las salidas. Desde nuestra perspectiva actual, el año 1518 forma parte de la fase temprana de la historia de la Reforma y una decisión como la adoptada por el elector frente a Cayetano parece, por la misma razón, precipitada Sin embargo, los contemporáneos calibraron los acontecimientos de manera diversa: para ellos, el interrogatorio de Lutero formaba parte del período tardío del movimiento reformista que mantenía en vida a la Iglesia desde hacía un siglo, desde el Concilio de Constanza (1414-1418), y tenía soliviantada a Alemania. Las decisiones no pueden aplazarse perennemente; en la respuesta a Cayetano habla el señor territorial convencido de su autoridad, que conoce lo decisivo del momento en la lucha por la reforma de la Iglesia y actúa, por tanto, como príncipe cristiano en aquello que le compete: si se descubre que es un hereje, Martín Lutero será sentenciado; pero si es un reformador incómodo para la curia, permanecerá en su cargo y sus honores. Lutero comprendió la importancia de esta respuesta en cuanto su amigo y alumno Georg Spalatin, consejero secreto del príncipe, recibió una copia del escrito para su lectura: «En su debido momento aprenderá también él [Cayetano] que el poder secular proviene igualmente de Dios... Me siento satisfecho de que el príncipe elector haya mostrado en este asunto su paciente y sabia impaciencia» n. 3. La victoria electoral del rey Carlos El ‘caso Lutero’ no se habría convertido en un acontecimiento alemán, sino que habría tenido un final, nada dramático como mero contratiempo sajón, en el verano de 1520, a más tardar, si la influencia del príncipe elector no hubiese aumentado de la noche a la mañana de forma considerable. La muerte del emperador Maximiliano I en las primeras horas del día 12 de enero de 1519 en la localidad austríaca de Wels, no lejos de Linz, alteró fundamentalmente la situación política en el Imperio. En la Dieta de Augsburgo, la última a la que asistió, Maximiliano —enfermo ya de gravedad— había abogado decididamente por la elección de su nieto Carlos como rey de romanos (y alemanes). Su muerte y el juego de intrigas puesto inmediatamente en acción, las luchas diplomáticas y no tan diplomáticas en torno a la sucesión de Maximiliano, no decidida aún en Augsburgo de forma definitiva, intervinieron en el decurso ‘normal’ del asunto de Lutero. Justo en este momento, en plena batalla electoral, el proceso romano de herejía pasó a ser un asunto alemán. Retrato del emperador Maximiliano I difunto. El Emperador había ordenado que se azotara su cadáver, se le cortara el pelo de la cabeza y se le arrancaran los dientes. Es i; el pecador que va a presentarse ante Dios. La respuesta astuta, segura, pero no insolente, de Federico, transmitida de inmediato a Roma junto con la posición de Lutero, fue su última oportunidad de aplazar la cuestión. Una vez dictada sentencia en Roma, no habría podido seguir protegiendo al fraile ni habría querido hacerlo, de acuerdo con sus propios y manifiestos principios, pues entonces contaría con un dictamen de la autoridad eclesial suprema. Sin embargo, la muerte del Emperador modificó las posiciones, también para Roma. El período transcurrido sin Emperador tenía como consecuencia un vacío de poder durante el cual los electores incrementaban su importancia más allá de sus propios territorios. La elección del rey germánico, según lo había determinado la ley imperial de la Bula de Oro de 1360, quedaba en manos de siete príncipes, llamados electores por ese derecho: los arzobispos de Maguncia, Co lonia y Tréveris, y los señores seculares de Bohemia, el Palatinado, Brandeburgo y Sajonia. Al finalizar la Dieta imperial de Augsburgo, el 27 de agosto de 1518, Maximiliano había logrado ganar a una mayoría del colegio electoral para la entronización de su nieto. Sólo Tréveris y Sajonia no se hallaban todavía dispuestas a declarar su resolución: el arzobispo de Tréveris, por sus estrechas relaciones con Francia; el sajón, por el contrario, alegaba una cuestión de derecho, el ordenamiento electoral de la Bula de Oro, y ése debió de haber sido, en efecto, su móvil. Con esto hemos llegado a los límites de lo que históricamente es reconstruible. Naturalmente, la diplomacia secreta iniciada con la muerte del Emperador sólo se ha conservado en documentos parcialmente. Tenemos mucha información sobre los presentes electorales de los candidatos que disputaban la corona, pero varios descubrimiento recientes permiten sospechar que sólo conocemos la punta del iceberg de las maniobras financieras. Sí es seguro que, tras un interés pasajero del rey de Inglaterra, Enrique VIII, y después de un interludio sajón en que el Papa quiso incitar al elector Federico a presentar su candidatura, el enfrentamiento se redujo a dos candidatos serios: el rey Francisco I de Francia y Carlos I, duque de Borgoña, rey de España y de Sicilia-Nápoles y, junto con su hermano Fernando, heredero de las tierras de los Habsburgo. Si Carlos resultaba elegido emperador, concentraría bajo su manto una acumulación de poder desconocida hasta entonces. En estas circunstancias, su candidatura no podía menos de resultar provocadora para el Papa y para el rey de Francia y convertirlos en aliados por largo tiempo, más allá del momento de la elección. Las inversiones financieras destinadas a imponer a tal o cual candidato rebasaron cualquier nivel conocido hasta entonces. La casa habsburguesa gastó casi un millón de ducados, financiados de antemano en su mayor parte por la banca de los Fugger. No se conocen las cifras exactas en el caso francés, pero parece ser que los compromisos del rey de Francia fueron considerables. El emperador Maximiliano se había mostrado consternado ya en Augsburgo por lo elevado de la suma de las inversiones francesas destinadas a sobornar a los príncipes electores. También el Papa participó a manos llenas y fue generoso en el ofrecimiento de privilegios eclesiásticos y en la concesión de mitras episcopales y capelos cardenalicios. Cuando en la primavera de 1519 el conflicto electoral amenazaba con quedar en tablas, el gobierno de los Países Bajos de las tierras de los Habsburgo propuso un compromiso que habría abierto a Alemania la entrada a la Edad Moderna con la mayor rapidez, pues tenía en cuenta el proceso iniciado ya en la Baja Edad Media hacia una Europa de las naciones: el sucesor de Maximiliano no sería Carlos, sino su hermano el archiduque Fernando, tres años menor. Este, en efecto, habría sido aceptable como rey de germanos para todos los partidos. Pero Carlos rechazó semejante propuesta irritado y encolerizado: la ‘defensa de la Cristiandad’ exigía un Imperio fuerte y universal. No era la sed de poder lo que impulsaba a Carlos a adueñarse de la corona imperial; además, mantuvo su promesa de compartir con Fernando el gobierno. Doce años más tarde, mucho antes de su abdicación en el año 1555, hizo que se eligiera rey de romanos a su hermano, el archiduque Fernando, con la protesta del príncipe elector de Sajonia, que no participó en la elección. Los doce años transcurridos hasta la entronización de Fernando fueron decisivos tanto para Alemania como para la Reforma. En enero de 1524 se perfiló una solución alemana para el conflicto provocado por la reforma de la Iglesia. La tercera Dieta de Nuremberg decidió convocar en Espira un concilio nacional para el día de san Martín, 11 de noviembre, de 1524, ‘una asamblea general’ de la nación alemana 12, a fin de aclarar el caso Lutero. Se comprende fá cilmente que la curia romana se opusiera a esta decisión de la Dieta, pues con tal concilio se reforzaría el peligro de que los alemanes transformaran su iglesia con independencia de Roma. En el caso de Francia, el Papa había conseguido impedir este ‘movimiento de separación de Roma’ por medio de un generoso concordato con el rey Francisco I. Cuando en 1534, diez años después de la decisión de la Dieta de Nuremberg, el rey Enrique VIII decidió establecer la iglesia de Inglaterra, la curia no estaba ya en condiciones de oponerse decididamente y con éxito a esta subversión. A no ser por el Emperador, la solución de una iglesia nacional habría tenido en Alemania tantas posibilidades reales como las de Inglaterra. La decisión de convocar un concilio nacional respondía a los planes de todos los partidos y fue apoyada por todos los estamentos, y hasta por el mismo archiduque Fernando, consiguiendo unir a partidarios y adversarios de la nueva doctrina, además de los duques de Baviera, tan antiluteranos como antihabsburgueses. Sin embargo, Fernando, soberano de las tierras hereditarias austríacas, no consiguió mucho más que interceder ante su hermano el Emperador en favor del plan de los estamentos del Imperio. Carlos, desde la ciudad espa ñola de Burgos, prohibió el proyectado concilio por medio de una instrucción oficial breve y dura. El camino hacia la iglesia alemana quedaba cerrado. Como anteriormente en el caso de la elección imperial, a Carlos no le quedaba otro remedio por dos razones. Por un lado, una solución nacional habría amenazado la unidad del poder de la casa de los Habsburgo; y —lo que fue decisivo— la política de su casa real estaba al servicio de una idea de Imperio universal. Según ella, es el Emperador quien, por encima de los interesas particulares, garantiza y protege la unidad del Occidente cristiano en la Iglesia y el Imperio. La prohibición del concilio nacional alemán fue la consecuencia de la elección de Emperador del año 1519. Los príncipes alemanes no vieron con exactitud el significado de su decisión ni hacia dónde se dirigía, aunque sí lo sospecharon y lo temieron. La determinación de comprometer al Emperador a observar una ley básica alemana, la ‘capitulación electoral’ , no tenía que ver sólo con los intereses autonómicos de poder de los señores territoriales; Carlos se vio obligado a confirmar no sólo los derechos de los príncipes, su «soberanía, libertades y privilegios», sino que debió así mismo prometer no entregar los cargos de la corte y el Imperio a «ningún otro pueblo fuera de los alemanes nativos» y a mantener él mismo «residencia real, presencia y corte en el Sacro Imperio Romano de la nación alemana» Esta capitulación electoral impidió, de todos modos, la rescisión de las condiciones para el nombramiento imperial. La persona elegida fue un monarca español de habla francesa, un rey habsburgués, desde luego, pero no alemán. La extensión del poder de los Habsburgo desde la frontera con los turcos, en el Este, hasta el Nuevo Mundo, en el Oeste, significó la subordinación de los intereses alemanes a las exigencias de una política dinástica que degradó qirremediablemente al antiguo Imperio a la categoría de provincia marginal del imperio mundial. Para la política de Carlos, en la lucha por la instauración de un imperio universal, la Reforma sólo podía ocupar el lugar que le correspondía como acontecimiento alemán y se convirtió en elemento perturbador de la política internacional habsburguesa. Los antídotos utilizados contra ella oscilaron alternativamente entre una atención paciente y el rechazo abrupto, entre la tregua temporal y la guerra declarada; pero Carlos persiguió su meta con firmeza y sin desvío. A partir de la Dieta de Worms de 1521, la liquidación de la Reforma formó parte inalterable del programa de la política imperial. Desde esta perspectiva, el desarrollo real de la política universal habsburguesa fue de más utilidad para los asuntos de la fe evangélica que para el futuro político de Alemania. Francia, Inglaterra, Suiza y pronto también los Países Bajos emprendieron el rumbo de su identidad nacional. Alemania, en cambio, quedó retrasada en su desarrollo hacia el estado de nación, no tanto porque, dividida y desgarrada, no consiguiera configurar un interés nacional, sino porque sus aspiraciones de unidad fueron sacrificadas a un sueño imperial medieval, cosa que se llevó a efecto a lo largo de tres generaciones de emperadores habsburgueses —desde Federico III y su hijo Maximiliano I hasta el nieto de éste, Carlos V. No hemos de olvidar presentar igualmente la otra cara de la moneda: un concilio nacional habría significado el fin de la cuestión luterana. Si en 1524 se hubiese convocado efectivamente una asamblea eclesiástica alemana, el detonante reformista se habría encauzado, con toda probabilidad, hacia un programa de reformas, quedando así desvigorizado. Se habría permitido el matrimonio a los sacerdotes y el cáliz a los laicos en la Eucaristía. Habría que contar con una nacionalización del impuesto eclesiástico y hasta con una independización de Roma de la jurisdicción eclesiástica alemana. Sin embargo, con todo ello sólo se habrían abordado los síntomas, en el marco de aquella pacífica educación para la piedad por la que Erasmo abogó de forma tan expresa. El Evangelio de la cruz de Cristo, descubierto por Lutero para la Iglesia en medio de la persecución, habría quedado ahogado en este clima de compromiso sensato y piadoso celo reformatorio. La política religiosa del Emperador fue la que, muy en contra de sus propios objetivos, contribuyó a que las fuerzas liberadas por Lutero provocaran un vuelco real en la teología, la Iglesia y el bien común. 4. El giro español Si nos limitamos a contemplar los primeros años de la Reforma desde la perspectiva del Imperio, la cronología se verá excesivamente referida a Alemania. Fueron años que el emperador Carlos dedicó a Italia, España o Borgoña. Pero no sólo tuvieron importancia la Dietas celebradas sin el Emperador, sino también aquellas que deben sus resultados a su presencia. Esto último vale en primer lugar para Worms, la Dieta que hizo a Lutero mundialmente famoso, y viceversa. En efecto, las valientes palabras del teólogo de Wittenberg —«Ni quiero ni puedo retractarme en nada... Que Dios me ayude. Amén»— 14 han hecho olvidar injustamente la declaración igualmente histórica del Emperador: «Estoy decidido a emplear contra Lutero todas mis fuerzas, mis reinos y señoríos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma» 15. Nueve años después, en 1530, en Augsburgo, Carlos volvió a presidir una Dieta. También aquí fue el Emperador el que otorgó a esta Dieta una importancia que rebasó los límites de Alemania. El fue quien invitó a los partidos religiosos a hacerse oír en Augsburgo; él fue el destinatario de la Confessio Augustana, la confesión de fe de los estamentos del Imperio, y en su nombre, y no en el del Papa, se promulgó, con la Confutatio, el rechazo teológico definitivo de la doctrina reformista. No es cierto que Alemania quedara abandonada a su suerte sin dirección política y que la Reforma pudiera difundirse sin limitaciones gracias a este campo libre de acción. En efecto: la ‘nación alemana’ no estaba ya en condiciones de marcar al Emperador romano los objetivos políticos. No había sido así con Maximiliano y en el caso de Carlos no basta siquiera la perspectiva europea para comprender suficientemente su política. Si echamos una ojeada a las ideas españolas de la época, veremos claramente la manera tan distinta como se presentan los acontecimientos políticos: el auge nacional bajo el reinado de Carlos hace de España un centro de la lucha contra todos los enemigos de la Iglesia. España abre camino a la renovación cristiana y se pone en cabeza de las cruzadas —contra los turcos, en el Mediterráneo, contra los indios paganos, en las Indias occidentales, y contra los herejes, en Alemania. Durante doscientos años este mito de cruzada y misión marca con su huella la literatura española y, por más ficticio que sea, ilustra las perspectivas políticas. Constantemente se repite que Martín Lutero y Hernán Cortés nacieron el mismo año y el mismo día; uno fue el monstruo horrible salido de Alemania, como castigo de Dios por los pecados de la humanidad; el otro, el gran conquistador de Mé xico, aparecido en vistas a la conversión de un número incomparablemente grande de indios paganos 16. Es cierto que las fechas de nacimiento de Lutero y Cortés distan entre sí, quizá, varios años; pero la leyenda ilustra la conciencia de la magnitud del desplazamiento del centro geopolítico de gravedad durante los años del reinado de Carlos. Quien quiera entender la Reforma en el marco de la política mundial, deberá abandonar los puntos de vista alemanes, e incluso los de la Europa occidental. Desde el ángulo de visión del imperio mundial hispano-habsburgués, las pérdidas en el Viejo Mundo quedan más que compensadas con las conquistas en el Nuevo. En 1519, el año de su elección, Carlos no era consciente de hasta qué punto los intereses de la política española se modificarían a causa del descubrimiento de América. Carlos, nacido el 24 de febrero de 1500 en la suntuosa Gante, creció en la tradición de las brillantes tierras de Borgoña. Hasta más adelante no se sabría con seguridad si el joven duque se alzaría por encima del rango bajomedieval de un caballero borgoñón para alcanzar la estatura de un soberano mundial español. Fue bautizado con el nombre de su bisabuelo, el duque Carlos, llamado ‘el Intrépido’ , representante tí pico de la Edad Media cercana a su fin. Cuando el gran canciller Mercurio Gattinara felicitó al recién elegido rey alemán, el 28 de junio de 1519, con la afirmación de que acababa de obtener un poder que hasta entonces «sólo vuestro predecesor Carlomagno había poseído» 17, no estaba dedicándole una adulación vacía; se trataba de todo un programa político. No habló de Carlos el Intrépido sino de Carlomagno —este cambio de apelativo surge de un enjuiciamiento muy real de la situación del futuro de España y muestra la amplitud de la visión imperial con la que se gestó la elección de emperador—. Europa se encontraba en camino hacia la Edad Moderna y, por ella, hacia la formación de estados soberanos, en el momento en que parecía convertirse en realidad el sueño medieval de un imperio universal. Y Carlos I de España fue plenamente el soberano capaz de atribuirse la visión de una monarquía mundial 5. Monarquía universal y reforma Según los criterios de la historiografía nacional alemana, el único competidor de Carlos, el rey francés Francisco I, era tan ajeno al país que sólo podía contar para los inconstantes, los sobornables y los sumisos a las seducciones del Papado. Entre los partidarios de Francia —Tréveris, en primer lugar, el Palatinado y Brandeburgo— se considera al elector brandeburgués Joaquín como una persona especialmente despreciable, pues sus exigencias monetarias superaban toda mesura. La misma oferta de Carlos de desposar a su hermana Catalina con el príncipe del electorado fue aceptada sólo a condición de que el Emperador se comprometiera a ofrecer una garantía de treinta mil ducados; también esta operación debían financiarla los Fugger. Sólo una persona aparece hasta hoy perfectamente bien librada en la historiografía en cuanto hombre de Estado: Federico el Prudente. En un mar de corrupción y venta de los valores nacionales al enemigo hereditario, aparece como representante imperturbable de los intereses del Imperio A la luz turbia de la decadencia del Imperio es cierto que el Estado centralista personificado por el rey francés era difícil de compaginar con el intento alemán de una unidad imperial de Estados de carácter federal. La idea de que un monarca francés pudiera conseguir la corona del Imperio hacía temer a la mayoría de los estamentos imperiales por la supervivencia de la ‘libertad alemana’. La imagen del enemigo hereditario francés como antagonista de un Habsburgo presupone, sin embargo, una proximidad cultural y polí tica de Carlos respecto de Alemania que jamás se dio. Al contrario; desde su ascenso al trono de España no había dejado de alejarse del Imperio, entregándose a sus nuevos dominios. Sólo dos candidatos eran apropiados para una solución ‘alemana’: Fernando, el hermano del rey de España, y Federico el Prudente, no condicionado por las rivalidades y disputas en torno a las tierras de los Habsburgo en el sur y suroeste de Alemania. Una de las posibilidades fue bloqueada por Carlos; la otra fracasó debido al escaso poder de la casa de Sajorna. Federico habría dependido de la concordia entre los príncipes electores. Cuando el 27 de junio de 1519, víspera de la elección, se reunieron en Francfort seis electores y el delegado del séptimo, el rey de Bohemia, el único voto no vendido parecía ser el de Sajonia. Más tarde llegó incluso a exponerse la tesis de que Federico había logrado reunir para sí cuatro votos, incluido el suyo propio, siendo así Emperador de Romanos electo —si bien sólo durante tres horas, hasta el momento en que los comisarios electorales habsburgueses le forzaron a renunciar—. Se trata de puras especulaciones. El protocolo electoral oficial del día de las elecciones habla de «una breve reflexión» y una elección unánime: los príncipes electores «se han unido y puesto de acuerdo en su totalidad y unánimemente y han votado, nombrado y elegido en nombre de Dios todopoderoso al excelentísimo y poderosísimo príncipe y señor Carlos, archiduque de Austria, rey de España y Ñapóles, etc., graciosísimo señor nuestro, rey de Romanos y futuro Emperador» 18. Así pues, como era habitual, se tomó la decisión en la iglesia colegiata de San Bartolomé de Francfort. Federico mantuvo secreto su voto hasta el último momento, lo que hizo que fuera cortejado por los candidatos hasta el final. Aunque el resultado estaba ya asegurado de víspera y un eventual voto en contra no habría invalidado la ascensión al trono, para Carlos era muy importante la unanimidad en la votación y, en especial, el voto de Federico. Esto no se ha de deducir de los dineros que fueron a parar al tesoro público sajón, cosa que sí ocurrió, aunque probablemente se trataba de la deuda habsburguesa por préstamos al emperador Maximiliano no saldada todavía en el año 1523. No fueron los medios económicos los que movieron a Federico a la elección del rey de España, puesto que Sajonia era uno de los territorios más ricos de Alemania debido a sus florecientes minas de plata. En cambio, sí fueron importantes los planes matrimoniales, si bien Federico rechazó oficialmente cualquier vinculación entre ellos y su decisión electoral. Se trataba del compromiso matrimonial de la hermana de Carlos, la infanta Catalina, ofrecida anteriormente al elector de Brandeburgo y que ahora debía casarse con Juan Federico, sobrino de Federico el Prudente, heredero del electorado de Sajonia y aspirante a la dignidad de príncipe elector. Para mayo de 1524 Carlos rescindió el contrato matrimonial recogido en un acuerdo secreto antes de la elección imperial y que no había adquirido fuerza legal hasta su firma por ambas partes después dicha elección, por razones comprensibles 19 Para el caso Lutero es de especial importancia el que el matrimonio —realizado notarialmente al comienzo de la Dieta de Worms, el 3 de febrero de 1521, en presencia del príncipe elector y del gran canciller Gattinara— convirtiera en cuñados al Emperador y al heredero del electorado. Carlos certificó poco después que, de regreso a España, enviaría de inmediato a la infanta, entonces de dieciocho años, a su prometido para que ‘cohabitaran, es decir, para la consumación del matrimonio 20. Nunca se llegó a ello, con gran sentimiento de Federico el Prudente y de su hermano, el duque Juan, padre del prometido. En cualquier caso, este vínculo tuvo existencia jurídica durante casi cuatro años. Sólo tras la rescisión del contrato pudo Catalina casarse en el año 1525 con el rey Juan III de Portugal, una vez más al ‘servicio de la razón de Estado’ de su hermano. No hace falta especular sobre lo diferente que habría sido el curso seguido por la historia de la Reforma si este matrimonio se hubiese convertido en auténtica realidad y el Emperador se hubiera vinculado dinásticamente con el príncipe elector. El matrimonio legal no consumado unió al Emperador y al elector, cuando desde el punto de vista del derecho canónico e imperial debían ser enemigos desde hacía tiempo. 6. El caso Lutero en Worms La elección imperial tuvo repercusiones en la relación de la casa de Habsburgo con Sajonia hasta mayo de 1524. La curia romana, en cambio, una vez concluida la elección, no vio ya motivo de seguir mostrándose deferente con Federico. Nada se oponía a la pronta conclusión del proceso de Roma contra Lutero. En el verano de 1520 las cosas habían llegado suficientemente lejos: el teólogo de Wittenberg fue condenado como hereje. Pero una vez más, las cosas tomaron un sesgo inesperado. En vez de entregarlo, como era habitual y legal, al brazo secular para la ejecución de la sentencia, Lutero fue llamado a la Dieta de Worms. El Emperador había dudado mucho tiempo en dar su consentimiento a este interrogatorio. Pero el 6 de marzo de 1521 se cursó la citación, firmada de propia mano por ‘Carolus’: «Honorable, amado y piadoso [Lutero]. Después de que nos [el Emperador] y los estamentos del Sacro Imperio hemos previsto y decidido, por razón de tus libros y doctrinas..., recibir confirmación de tu parte, te hemos proporcionado... un salvoconducto... con el ruego de que te presentes con este salvoconducto nuestro aquí, en nuestra presencia y no faltes...» 21. No se cita, como se ve, al hereje, sino al ‘honorable, amado y piadoso’; el profesor de Wittenberg fue invitado a acudir con la concesión de un salvoconducto para su viaje de ida y vuelta. Sin la intervención de Federico no habría sido imaginable esta contemporización del Emperador; el elector puso de nuevo en juego su influencia para impedir una vez más que el caso Lutero fuera despachado de forma apresurada. Los contemporáneos no llegaron a saber que justo un mes antes, con motivo del cumplimiento notarial del matrimonio habsburguéssajón, Federico había exigido el pago de una deuda electoral. Quien se presentó ante el Emperador en Worms no fue un señor territorial de alguna pequeña parte del Imperio ni un príncipe insignificante, sino un monarca con quien Carlos intentaba trabar vínculos dinásticos y de quien era deudor —y no precisamente de dinero—. Pocos de los reunidos en Worms tuvieron claramente noticia de ello. Lo que sí conocían, y de lo que no dudaban una mayoría de los estamentos del Imperio, era la razón legal, a saber, la capitulación electoral del Emperador, en virtud de la cual nadie podía ser condenado al destierro imperial sin antes haber sido oído. Para los alemanes la situación legal era clara; en el caso de Lutero debía aplicarse lo que el Emperador había firmado en 1519: «No debemos ni queremos permitir... de ninguna manera que de aquí en adelante a nadie de rango alto o bajo, elector, príncipe o cualquier otro, sea condenado sin interrogatorio previo a destierro o proscripción» 22. El nuncio Hieronymus Aleander, el enérgico embajador de la curia papal, mantuvo con éxito en un primer momento la opinión legal contraria: desde la finalización del plazo de amonestación, es decir, desde el 3 de enero de 1521, Lutero debía considerarse como hereje notorio y reincidente y automáticamente desposeído de todos los derechos ante la Iglesia y el Imperio. Tras los alegres días del carnaval, Aleander había aprovechado el Miércoles de Ceniza (13 de febrero) como día de reflexión para aludir con toda su elocuencia ante los estamentos reunidos en Worms a esa unidad de Iglesia e Imperio consagrada desde hacía siglos. Su discurso produjo tal impresión que fue traducido al alemán por iniciativa propia por el canciller del elector de Sajonia, Brück, e incluido en acta por la delegación sajona en la Dieta . El nuncio, excelentemente informado, parecía tener claro que el tiempo apremiaba y que la situación se había agudizado notablemente: «Es cosa públicamente conocida cuánto mal y daño ha causado hasta el momento en el pueblo cristiano la sublevación y rebeldía desatada por iMartín Lutero, y las desgracias que diariamente provocan y producirán; sería, pues, mucho más necesario disolver cuanto antes esa banda y sublevación que vacilar por más tiempo en hacerlo» 23. En realidad, la perspectiva de una confrontación en Worms había hecho que, a comienzos de 1520, el caso Lutero se convirtiera hasta tal punto en el caso de Lutero que su llamada a la reforma no podía ya tratarse como una cuestión legal ante un tribunal papal, imperial o estamental, circunscribiéndola de ese modo en límites más reducidos. Eran tantos los que habían conocido su teología y veían reflejadas en sus escritos sus propias críticas al Papa y a la Iglesia, que el nombre de ‘Lutero’ había adquirido para la opinión pública, incluido el ‘hombre común’ , unos rasgos propios. Lutero tuvo, sin duda, razón al considerar una precaución innecesaria la protección concedida por el elector desde Worms: si llegaba el caso de tener que defender y pagar su fe con su vida, el movimiento evangélico se habría impuesto de hecho, incluso, con mayor rapidez. Worms fue para sus contemporáneos y para las épocas posteriores un acontecimiento alemán, el triunfo del espíritu sobre el poder, la victoria de la fidelidad alemana sobre la hipocresía güelfa. Worms fue también para Lutero un acontecimiento alemán, si bien en el mal sentido de la palabra: el Emperador «tenía que haber convocado a un doctor o a cincuenta y haber vencido al monje honradamente» 24. En vez de dejar que la verdad apareciera a la luz del día, se le ordenó retractarse de ella. ¿Qué había sucedido para que Lutero informase con ánimo tan deprimido a su amigo Lucas Cranach, el famoso pintor, en carta a Wittenberg? El 16 de abril de 1521, Lutero se presentó en Worms; un día después tuvo lugar, en la ‘corte episcopal’ , el primer interrogatorio. En presencia de su majestad imperial, de los electores y príncipes y de todos los estamentos del Imperio, el secretario del tribunal del obispo de Tréveris, Johannes von der Ecken, le planteó las dos preguntas siguientes: Martín Lutero, ¿reconoces como tuyos los libros publicados en tu nombre? ¿Estás dispuesto a retractarte de lo que has escrito en esos libros? La delegación sajona se había preocupado de poner al lado del profesor ‘salido del retiro de un monasterio’ —según dijo Lutero en su gran discurso un día más tarde— a un jurista experimentado, su amigo y compañero de Wittenberg, Hieronymus Schurff, profesor de derecho canónico e imperial. La réplica de Schurff a la primera pregunta fue inmediata: «Que se digan los títulos de los libros.» Así se hizo, y Lutero reconoció como propios todos y cada uno de los escritos presentados. Aleander consideró que con ello quedaba confirmada la mendacidad del hereje: ¡el ‘fraile necio’ no quiso mencionar a sus astutos cómplices en la sombra! Ahora todos estaban a la espera de la respuesta a la segunda pregunta. ¿Se retractaría el religioso? Quien hubiese esperado un claro no quedó decepcionado. Lutero solicitó tiempo para reflexionar y le fue concedido un día, hasta el 18, si bien con el justificado reproche de que debería haber estado preparado para una pregunta como ésa. El día siguiente se prometía tenso y lo fue. Lutero volvió a negarse a dar una respuesta simple: en algunos libros se había limitado a escribir sobre la fe y la vida cristiana de acuerdo con el Evangelio, sin sutilezas ni ánimo polémico. Ni sus mismos enemigos serían capaces de objetar nada en su contra. Otros escritos estaban dirigidos contra el papado, que corrompe a la Iglesia, agobia las conciencias de los hombres y oprime al Imperio. «Si ahora yo me retractara de ellos, no haría otra cosa que reforzar esa tiranía... » 25. Por lo que respecta a los escritos polémicos, su tono, efectivamente, va a veces más allá de lo cristiano. Pero también en este punto sólo se retractará de sus contenidos cuando se haya señalado y probado algún error. Lutero pudo pronunciar su discurso hasta el final; se solicitó un informe ‘sin uñas ni dientes’ , y así lo tuvieron el Emperador y el Imperio: «Si no soy refutado por el testimonio de las Sagradas Escrituras o por motivos razonables —pues yo no puedo creer ni al Papa ni al Concilio, ya que está comprobado que se han equivocado y se han contradicho repetidamente— , me consideraré vencido por la Escritura, en la cual me he apoyado, por lo que mi conciencia es prisionera de la palabra de Dios. Por tanto, ni quiero ni puedo retractarme de nada, pues obrar contra la propia conciencia no es ni seguro ni honrado. Que Dios me ayude. Amén» 26. Tras esta aparición de Lutero se vio que la citación imperial, cortésmente formulada, había resultado capciosa. La Dieta imperial no tenía la misión de recabar «informaciones», sino de aceptar una retractación o dictar la proscripción. Esa era la línea de acción prefijada por el Emperador y mantenida por Johannes von der Ecken. Lutero resumió en frases lapidarias el suceso de Worms: «¿Son tuyos los libros? Sí. ¿Quieres retractarte de ellos o no? No. ¡Entonces, levántate! ¡Oh alemanes, ciegos de nosotros! ¡Con que ingenuidad ac tuamos y nos dejamos embromar y ridiculizar por los romanistas!» 27. Una vez más, el Imperio se había comportado como el peón de Roma; también esto era un acontecimiento alemán. Desde la distancia en que nos encontramos no podemos menos de justificar el juicio de Lutero sobre el interrogatorio de Worms y mantenerlo, si bien con otros fundamentos. Worms fue en realidad un acontecimiento alemán, pero en este caso no fueron los alemanes los que se dejaban ridiculizar. ¿En qué otra parte de la cristiandad occidental habría sido políticamente sostenible proteger a un fraile levantisco de ser trasladado a Roma —como ocurrió en otoño de 1518— y conceder a un hereje notorio la posibilidad de hacerse escuchar en público? Lutero ante el Emperador y los electores en Worms. AI lado de Lutero aparece su asesor jurídico, Hieronymus Schurff. En el xilograbado se leen las anotaciones manuscritas: «lnlitulenlur librr» (Díganse los títulos de los libros) y: «Hie slebe icb, ich kann nicbt andera, Gol belffe mir. Amen» (Esta es mi postura. No puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude. Amén). Los medios de comunicación de entonces, los pasquines y la publicación de cartas, difundieron el discurso de Lutero ante la Dieta. En la sesión del palacio episcopal de Worms estuvo presente en realidad toda Alemania, y no sólo el Emperador y los estamentos imperiales. La nación escuchó incluso con mayor atención que sus autoridades; en especial aquella frase conclusiva que se halla sólo en la versión publicada por Lutero de la declaración de Worms: «Esta es mi posición, no puedo obrar de otra manera. Que Dios me ayude. Amén» 28. La ‘bufonada’ alemana de Worms y del tiempo anterior a Worms mantuvo irresuelto el caso Lutero hasta que con las preguntas por los asuntos de Lutero, por su creencia y los fundamentos de su fe, pudo impedirse la ejecución del destierro y la proscripción. 7. «Despierta, despierta, tierra alemana» Desde el hundimiento del Tercer Reich se ha dejado de hablar del entusiasmo nacional que se manifestó en Alemania con el movimiento de la Reforma. Y se comprende. Si se examina la literatura sobre Lutero de aquella época de dominio opresor, se tiene la impresión de que la Reforma fue un regalo de Lutero a sus amados alemanes. Yo, ‘el profeta alemán’ , no busco mi salvación ni mi felicidad, sino la de los alemanes 29. Ni una palabra sobre el hecho de que Lutero expuso su mensaje profético como una acusación: «Todo alemán deberá, sin duda, lamentar el haber nacido alemán y ser tenido por tal» 30. En la interpretación nacional es correcta la consideración de que Lutero no era europeo, ni tan siquiera en la variante habsburguesa de aquel entonces. Se consideraba a sí mismo alemán y fue lisonjeado por el nuevo movimiento patriótico contra el que el emperador Carlos había de tropezar por todas partes, para acabar lamiendo sus heridas: desde Alsacia hasta los Países Bajos borgoñones, donde quiera que la ciudad patria o el país patrio intentaban sacudirse el dominio extranjero. A pesar de estar desacreditados por el abuso del nacionalismo, no debemos olvidar los rasgos patrióticos nacionales en el pensamiento de Lutero y el influjo que tuvieron en sus ideas de reforma. No se deberá pasar por alto la relación entre Reforma y conciencia nacional y habrá que tenerla siempre presente, incluso para precaverse de la formación de leyendas sobre el ‘Lutero alemán’ y el ‘alma alemana’ , que influyen hasta hoy con efectos deformantes en la idea que los alemanes tienen de sí mismos —también en esto es la Reforma un acontecimiento alemán. Un año antes de Worms, el teólogo de Wittenberg había apelado de forma inequívoca a una asamblea nacional: «¡Pasó el tiempo de callar y ha llegado el momento de hablar!» Con estas palabras lomadas del Eclesiastés (cap. 3,7) comienza Lutero el discurso dedicatorio con el que abre su primer escrito político de carácter polémico —An der chnstlichen Adel deutscher Nailon von des christlichen Standes Besserting [A la nobleza cristiana de la nación alemana, sobre la mejora de la condición cristiana]— 31. En un primer momento sólo pretendía publicar un cartel impreso, un pasquín de una hoja y barato, para difundir una carta abierta a Kart und den Adel von ganz Deutschland [Carlos y la nobleza de toda Alemania] 32 y atacar la tiranía y la hipocresía de la curia romana. Pero en junio de 1520 la carta creció hasta convertirse en un ardoroso manifiesto del que, a pesar de sus noventa y seis páginas, se imprimieron cuatro mil ejemplares que le fueron arrebatados de las manos al editor Melchior Lotther, de Wittenberg. Transcurridos unos pocos días hubo de publicarse ya una segunda edición, reimpresa de inmediato en Wittenberg. En Leipzig, Estrasburgo y Basilea aparecieron igualmente ediciones del escrito a la nobleza. El mismo elector Federico, en otras ocasiones tan reservado, dio a conocer a Lutero su beneplácito muy a su manera, enviándole un principesco trozo de carne de venado 33. Sin embargo, sus amigos, Georg Spalatin, secretario de Federico, y los agustinos Johannes Lang y Wenzeslaus Linck, sus fieles compa ñeros de orden, se sintieron preocupados. Tras semejante ataque a los principios del sistema papal, carecerían de sentido todas las conversaciones para alcanzar un compromiso con Roma. En este escrito, redactado con fogosa impaciencia, se aprecia un estremecimiento de frases no demasiado sopesadas, de inconsecuencias y repeticiones llenas de irritada preocupación por el futuro de la Iglesia infamada y el Imperio oprimido. En su obra, la voz de Lutero ha mantenido a través de los siglos su tono lleno de vida. En ella nos encontramos con ese elaborado discurso que le habría gustado pronunciar medio año más tarde en Worms, si se le hubiera permitido. ‘Tiempo de callar’: Lutero, quien en un tiempo tan breve, sobre todo en la primera mitad del año 1520, se había dado a conocer una y otra vez y en voz tan alta que hasta sus mismos amigos vivían en el temor y el desasosiego, ¿lo había tenido alguna vez? Sin embargo, esta cita bíblica colocada al comienzo del escrito a los nobles refleja de forma correcta la nueva situación. El público al que ahora se dirige Lutero había cambiado. Sus trabajos anteriores, escritos en alemán, estaban pensados como obras pastorales para los laicos, en el confesonario, contra los comerciantes de indulgencias, en la oración, como padrino de bautismo, en la misa y, no lo olvidemos, bajo peligro de muerte. Los tratados latinos, en cambio, con su estilo argumentativo científico y sus detalladas pruebas exegéticas tomadas de la Biblia, iban dirigidos a un público limitado, para el debate entre profesionales y para la formación de los estudiantes. Pero aquí, precisamente, entre el mundo académico y oficial, es donde no se le había querido atender. En febrero de 1520 las universidades de Colonia y Lovaina habían emitido ya su juicio condenatorio de la teología de Lutero, ¡los sabios, los descarriados! Pero si Lutero se dirigía ahora al público de la vida política, no era por decepción ante la actitud de las universidades. Su manifiesto reformador a la nación alemana no es la continuación del debate académico por otros medios, sino el resultado del reconocimiento literalmente desolador de que el Anticristo se había adueñado del gobierno de la Iglesia. Se han de considerar juntamente dos circunstancias para poner suficientemente en claro el aspecto nacional de este eficacísimo escrito polémico. En febrero de 1520 Lutero quedó profundamente conmovido y sobrecogido al conocer la edición enviada por Ulrich von Hutten sobre la ‘Donación de Constantino’ , cuyo autor Valla (t 1457) había probado la falsedad del famoso documento de la donación. La supuesta cesión al Papa del dominio del territorio occidental por parte del emperador romano Constantino era el fundamento de las pretensiones a la primacía del poder secular del obispo de Roma sobre Occidente. ¡Todo era una mentira, la consecuencia de la astucia romana! A Lutero le resulta difícil contenerse por más tiempo sin sacar la consecuencia de que el Anticristo, el adversario esperado desde antiguo para los últimos tiempos, ya se ha introducido en la Iglesia 34. Pero Lutero vacila todavía y quiere que esta sospecha se plantee sólo de manera confidencial; sin embargo, un segundo suceso le hace ver claramente que su sospecha se basa en realidades. A comienzos de junio de 1520 aparece en Wittenberg un escrito dirigido contra Lutero que, con el título de Epitoma responsionis ad Lutherum [Respuesta compendiada a Lutero] se presenta como una refutación de los errores luteranos fundamentales. Su autor, Silvestre Prierias, dominico y teólogo de alto rango de la curia romana, era ya bien conocido de Lutero, pues a su pluma se debía el dictamen adjunto en agosto de 1518 que serviría de fundamento procesal para la citación oficial para un interrogatorio en Roma 35. El punto clave teológico de la Refutación de Lutero editada por Prierias es el mismo del año 1518: por Iglesia se ha de entender la iglesia de Roma, con su cabeza, el Papa, infalible y situado, por tanto, por encima no sólo de los concilios sino, también, de la Sagrada Escritura. Por encima del Papa no existe juez alguno y no es destituí- ble, «aunque provoque tal escándalo que arrastre consigo al infierno a pueblos enteros entregándolos al demonio» 36, como dice Prierias, citando el derecho canónico. Lutero reacciona con horror ante esta teología romana sobre el Papa: «Pienso», escribe a su amigo Spalatin, «que todas estas gentes de Roma se han vuelto necios, locos, rabiosos, insensatos, bufones, tercos, empecinados, infiernos y diablos» 37. La mentira se presenta como verdad, codificada incluso en forma de derecho, como en el caso de la donación constantiniana, y las Escrituras quedan sometidas al poder del Papa; es decir, la inversión anticristiana de toda la doctrina eclesial. El descubrimiento de esta perversión induce a Lutero a declarar abiertamente y sin tapujos el estado de emergencia. En el comentario al escrito de Prierias, que hizo imprimir en 1520 para conocimiento de todos los cristianos, alerta sobre las sangrientas consecuencias de la opresión de la verdad por parte de Roma. Se advierte casi un temblor en su lengua a causa del espanto que siente ante la transmutación de todos los valores, una conmoción que ningún protestante podrá nunca reproducir de la misma manera: «Adiós, Roma impía, perdida y pecadora; la ira de Dios ha caído sobre ti» 38. Lutero concluye a toda prisa el escrito reformista A la nobleza de la nación alemana, que deberá sacudir el Imperio y ser una llamada de auxilio para que se impongan las reformas y la cólera represada no descargue en una sublevación popular sangrienta e incontrolada. Roma, hay que tenerlo bien presente, aparece aquí con una función doble. Por un lado es una usurpadora de los derechos mundiales y, de manera especial, de los del Sacro Imperio Romano. Las consecuencias de la ‘Donación’ constantiniana 39 son expuestas ante los ojos de los alemanes con frases sarcásticas: «Tenemos el nombre de Imperio, pero el Papa es el dueño de nuestros bienes... A nosotros, alemanes, se nos ha educado en la llaneza. Pero, mientras pensamos que somos señores, nos hemos convertido en siervos de los tiranos más astutos; tenemos el nombre, el título y las armas del Imperio, pero sus tesoros, su autoridad, su derecho y libertades están en poder del Papa; así el Papa devora la carne y nosotros nos entretenemos con la cáscara» 40. Al mismo tiempo, Roma es el lugar por donde irrumpe e! demonio, que se introduce allí para llevar a cabo su última gran pelea contra Cristo. La verdad se pervierte en contra de Cristo; la función del Papa como servidor de los cristianos se trueca por la del poder del señor de los señores. Cristo vencedor a la diestra de Dios no necesita representante alguno, pues el soberano universal del cielo «ve, obra, conoce y puede todo» —sin el Papa—. En cambio, Cristo sufriente requiere una representación de su manera de vivir en la tierra «entre trabajos, predicación, penalidades y muerte»41. Cuando estas dos funciones, soberanía en el cielo y servicio en la tierra, se invierten, campea el demonio, que transforma al representante de Cristo en el Anticristo. El usurpador mundanal ha de ser puesto a raya por la fuerza, si fuera necesario, pues para eso la autoridad posee la espada. Sin embargo, sólo la oración y la penitencia son capaces de resistir al Anticristo. Sólo el mismo Dios puede salvar aún a la Iglesia, pues han comenzado ya los últimos tiempos en que los hombres ‘lavarán con sangre’ sus manos pero nada conseguirán si confían en sus propias fuerzas. Las frases introductorias al escrito a la nobleza son la consecuencia política de esta panorámica histórica, que repugnaba a los patriotas alemanes de entonces cuando no les resultaban totalmente incomprensibles: Lo primero que hemos hacer, ante todo, en este asunto es actuar con una gran seriedad y no insolentarnos confiando en la grandeza de la fuerza o la razón, aunque todo el poderío del mundo fuera nuestro, pues Dios no desea ni va a soportar que iniciemos una buena obra fiándonos de la propia fuerza y razón. El lo echará todo por tierra y no servirá de nada, tal como dice el salmo 33: «No es la muchedumbre de los guerreros lo que salva al rey, ni se libra el guerrero por su mucha fuerza.» Por esa razón, pienso yo, ocurrió en otros tiempos que príncipes tan notables como el emperador Federico I y el otro Federico, y muchos otros emperadores alemanes, fueran pisoteados y oprimidos tan lastimosamente por los papas, a pesar de que el mundo los temiera; quizá confiaron en su propia fuerza más que en Dios y por eso acabaron cayendo. ¿Y qué es lo que ha encumbrado hasta tanta altura a Julio II, sediento de sangre, sino, según creo, el que Francia, los alemanes y Venecia hayan confiado sólo en sí mismos? Los hijos de Benjamín derrotaron a cuarenta y dos mil israelitas, por haberse fiado éstos de su fuerza (Jueces 20, 21). Para que no nos ocurra lo mismo a nosotros con ese Carlos de sangre noble, debemos estar convencidos de que en estos asuntos no tratamos con hombres sino con los príncipes del infierno que pretenden llenar el mundo de guerra y derramamiento de sangre; no habrá, sin embargo, manera de derrotarlos de la manera antes dicha 42. Lutero se dirige, pues, contra aquellos famosos emperadores alemanes que, a la búsqueda de la identidad nacional, fueron celebrados por el aún joven movimiento humanista como modelos y testigos principales. No en balde se señala de forma especial a los emperadores Staufen Federico I y Federico II. Barbarroja fue especialmente popular, pues en sus treinta y cinco años de gobierno imperial consiguió unir el Imperio como nunca lo había estado hasta entonces. La introducción del Renacimiento en Alemania había fortalecido la conciencia nacional: se revisaron las fuentes de la historia alemana para oponer a la arrogancia romano-italiana el orgullo por el propio pasado. Si Lutero hubiese hecho suyo este movimiento de convergencia nacional erudita, se habría convertido en un símbolo de la lucha por la libertad contra el saqueo y la opresión romana. Y en efecto, la figura del reformador despertó estas esperanzas. ¡Con Lutero se decide la liberación de los alemanes! Así piensa Ulrich von Hutten, precursor del movimiento nacional para la movilización de ciudades y Estados. Su comentario de la bula de amenaza de excomunión papal contra Lutero tiene un tono agresivo: Aquí está, alemanes, la bula de León X con la que pretende reprimir la verdad cristiana que ahora surge a la luz del día, y con la que pretende limitar y contener nuestra libertad para que no se revigorice y reviva por entero nuestra libertad que, tras una larga opresión, vuelve por fin a dar señales de vida. Nos oponemos a cualquiera que intente algo semejante y tomaremos por adelantado las medidas públicas que impidan a ese hombre tener éxito y conseguir algo con su inquieta pasión y su osadía. Por Cristo inmortal, ¿cuándo nos encontramos en un momento más favorable, cuándo se dieron mejores circunstancias de hacer algo digno de un alemán? Ya veis que todo se encamina en esa dirección, que en el presente existen más esperanzas que antes de ahogar esta tiranía, de sanar esta enfermedad. ¡Armaos de valor y lo lograréis! Aquí no se trata de Lutero sino de todos; la espada no se ha alzado contra una persona, sino que se nos ataca públicamente a todos nosotros. No quieren que se presente resistencia a su tiranía; no quieren que se descubra su engaño, que se descubra su estrategia, que nos opongamos a su furor y contengamos sus peores instintos 43. Lutero no marchó por el camino de la liberación alemana señalado por Hutten. Lo que más tarde le movería a un completo rechazo del levantamiento de los caballeros del Imperio y de la guerra de los campesinos hizo de él en este momento un crítico del movimiento patriótico. Por su permanente importancia teológica, la lucha contra las ‘murallas de los romanistas’ se ha separado injustamente del programa de reformas nacionales. El pretexto para añadir posteriormente al comienzo de su manifiesto alemán un programa de principios teológicos fue el escrito de Prierias, del que se deducía que aquel movimiento de reforma de la Iglesia y del Imperio independiente de Roma debería condenarse por herético: Los romanistas han alzado con gran rapidez en torno suyo tres murallas y se han protegido hasta ahora con ellas, de manera que nadie pudiera introducir reformas, con lo que toda la cristiandad ha decaído de forma atroz. En primer lugar, cuando se les ha atacado con el poder secular, han declarado y dicho que tal poder no tenía derechos sobre ellos, sino que, al contrario, lo espiritual estaba por encima de lo temporal. En segundo lugar, cuando se les ha querido condenar con las Sagradas Escrituras, han aducido que nadie, sino el Papa, puede interpretarlas. En tercer lugar, si se les amenaza con un concilio, se inventan que nadie más que el Papa puede convocarlo. Por tanto, nos han robado subrepticiamente las tres varas para quedar impunes y se han puesto a buen recaudo detrás de esos tres muros para llevar a cabo todo tipo de pillerías y maldades como las que ahora vemos... Que Dios, ahora, nos ayude y nos conceda una de las trompetas con que se derrumbaron las murallas de Jericó, de forma que logremos aventar estos muros de paja y papel y rescatar las varas cristianas para mortificar los pecados y poner de manifiesto la astucia y el engaño del diablo, de manera que mejoremos con el castigo y volvamos a obtener la gracia de Dios 44. Lo que Lutero propone en su escrito programático A la nobleza cristiana está dicho en un lenguaje belicoso, pero se trata en realidad de la belicosidad de la verdad bíblica desveladora que provoca el derrumbamiento de las murallas de Roma. Quien aquí habla no es un héroe sino un profeta de la penitencia, que lleva a la nación al confesonario y no a la victoria, con el objetivo de que «mejoremos con el castigo y volvamos a obtener la gracia de Dios» 45. El castigo lleva al arrepentimiento y la enmienda significa el restablecimiento de la justicia en la Iglesia y en el mundo —en una Iglesia obediente a la palabra de Dios, en un orden estatal que elimine «lo que se opone a Dios y es perjudicial para los hombres en alma y cuerpo» 46. El acontecimiento alemán no es un impulso heroico hacia la realización nacional, sino penitencia y enmienda. Una reforma tan radical, ¿tiene alguna perspectiva de éxito, puede imponerse y tomar forma política? Lutero respondió negativamente a esta pregunta sin caer en la resignación. Es necesaria una sensata ilustración por medio de las Escrituras «y, además, en el caso de la nobleza cristiana de la nación alemana, un ánimo espiritualmente recto para hacer lo mejor por la pobre Iglesia». En efecto, «todas las Escrituras se resumen en que los asuntos de los cristianos y de la cristiandad sólo pueden ser enderezados por Dios; nunca han conseguido los hombres justificar sobre la tierra un [asunto cristiano], sino que siempre la oposición ha sido demasiado grande y fuerte» 47. No es esto el manifiesto inspirador de un héroe nacional. El reformador se opone al movimiento nacional por dos razones. ¡Alemania no será liberada por las armas! Los grandes emperadores han fracasado en su misión histórica por haber confiado en sus ejércitos y no en Dios. Además: ¡el futuro nacional ha llegado ya a su fin! En efecto, la historia ha avanzado tanto que los últimos tiempos están ya próximos y el futuro sólo traerá la victoria en forma de sangre y lágrimas. Hasta el final de su vida Lutero mantuvo con firmeza esta opinión; su programa nacional para ‘sus amados alemanes’ consistía en penitencia, conversión y reforma, sin perspectivas de una edad de oro, a no ser tras el regreso de Cristo. Ulrich von Hutten, como innumerables contemporáneos suyos, había escuchado ante todo la llamada de Lutero a la liberación y había apostado todo para ayudar a su irrupción. Cuando a finales del año 1520 pudo anunciar Lutero que las armas estaban listas para proteger y hacer progresar el común interés, vio casi a su alcance el objetivo de sus esperanzas 48. Es difícil sobrevalorar lo que significó la ruptura con este movimiento alemán por parte de Lutero; tantos eran los patriotas aunados por dicho movimiento. Hutten fue sólo uno de los muchos hombres notables, si bien una cabeza extraordinariamente original, un arrebatador poeta político y un publicista agitador e informado. Este movimiento patriótico no es hijo del tiempo de Lutero. Ya a comienzos del siglo, Konrad Celtis ít 1508), el ‘archihumanista alemán’ , había elogiado al historiador Tácito como un clarividente visionario que con su Germania había erigido un monumento a los alemanes. ¡No sólo Italia sino también Alemania tiene su Edad Antigua! Cuando la siguiente generación descubre el Medievo alemán e intenta vincular las virtudes de los germanos con la gran historia de los emperadores alemanes, se dispone ya de los fundamentos de un orgullo nacional históricamente demostrado. Falta sólo la guerra de independización y el héroe popular cautivador que simbolizase los ideales de unidad y libertad de una nación que estaba formándose. Guillermo Tell, Juana de Orleans o George Washington indican lo que Martín Lutero pudo haber sido, pero no quiso ser, para los alemanes. La figura de Guillermo de Orange, el campeón de la lucha por la autonomía e independencia de los Países Bajos, muestra con qué consecuencias tan trascendentes puede encarnarse en una persona la unión de alzamiento nacional y guerra de religión. No hay manera de saber si Martín Lutero habría podido garantizar, como héroe libertador, la necesaria cohesión nacional frente a fuerzas contrarias poderosas. Sí es seguro que la cuestión alemana se enfrentaba a barreras imponentes: la vinculación de la idea de Imperio a los sueños de unidad medievales hacían que ya entonces un Estado nacional alemán apareciera como un peligro para Europa. El imperio de los Habsburgos requería, además, un Estado multinacional y no la cohesión de una nación. La estructura esencialmente federativa del Imperio exigía, finalmente, de quienes apoyaban una idea nacional, más cultura, amplitud de miras y paciencia que las precisas en una monarquía centralizada como era la de Francia. Para la historia de las repercusiones de las ideas de Lutero fue decisivo su rechazo de la posible y ampliamente deseada trabazón entre Pablo y Tácito, entre renovación de la fe y surgimiento nacional. Con intención programática y profética, Lutero inculcó en la conciencia de ‘sus amados alemanes’ la unidad en la fe, al tiempo que les sacaba de la cabeza la unión entre religión y sangre. Con su Catecismo y su Biblia había enseñado a rezar y escribir en alemán, no con la intención de hacer realidad el espíritu alemán, sino para dar un ejemplo que imitar a la cristiandad que habla en la tierra muchas lenguas distintas. El concilio nacional solicitado por Lutero en 1520 se habría reunido en 1524 en Espira —el 11 de noviembre, fecha de su bautismo— , si el Emperador no hubiera dictado su prohibición estricta. Nunca estuvo más cerca de ser realidad una iglesia nacional alemana. Pero el reformador habría condenado como contrario a Dios un ensamblaje de Iglesia y nación, pues la equiparación del pueblo de Dios con un Estado o una nación, bien fuera Roma, Alemania o Israel, no sólo pervierte el Evangelio sino que amenaza, así mismo, la paz en el mundo. Al optar por una ecumene de múltiples voces y en contra de la locura de pretender conseguir por las armas una solución final, Lutero se nos presenta con rasgos de modernidad. Pero en aquel entonces más de uno no lo encontró a la altura de su tiempo. Como elocuente predicador de campaña en el estado mayor de los caballeros del Imperio o en el campamento de los campesinos, Lutero se habría convertido en una figura nacional. A corto plazo, la unidad del Imperio bajo un héroe nacional de estas características habría sido del máximo provecho para Alemania. En cambio, él mismo habría sacrificado así los intereses de la Reforma. El Lutero alemán fue una pesada carga para la nación en la tarea de encontrarse a sí misma. Lutero se negó a ser un héroe del pueblo —pero por eso mismo se convirtió en un acontecimiento alemán.
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